Opinión / Iritzia

Orreaga o la fragua del reino

Corría el año 768 cuando el duque aquitano vascón Waifre murió a manos de los francos. Gobernó desde entonces la Vasconia continental un duque en precaria independencia ante los francos y separado por primera vez de los aquitanos (ríos Garona al Loira). Por su parte, la Vasconia peninsular dejó de ser controlada por los duques vascones del norte y surgieron diferentes buruzagis llamados nauarri, documentados en las crónicas francas desde el año 769. Estos nuevos cabecillas vascones controlaban el territorio ante los asturianos (que pasarán por ser el último reducto godo) y los musulmanes.

Estos territorios del sur vascón se empezaron a unir de nuevo tras derrotar a un ejército de unos 20.000 francos el 15 de agosto del año 778 en la primera batalla de Orreaga-Roncesvalles. En esta batalla, un importante contingente de un ejército ligero y veterano habría derrotado a otro desconocedor del terreno y que venía de una campaña contra los musulmanes y el asedio a Zaragoza. El estímulo vascón pudo ser variado, destacando la venganza por la muerte de Waifre o la quema de Pamplona, pero ante todo sería una batalla por mantener su independencia y parar el avance del Imperialismo franco, que quedará en los anales de la historia como una de las batallas más importantes de la Edad Media europea.

Los musulmanes habían entrado para entonces en la Península ibérica por el sur en el año 711 y en tres años acabaron con los godos. Los musulmanes encabezados por Mutarrif ibn Muza de la familia de los Banu Qasi, fueron expulsados nuevamente de Pamplona por los vascones en el año 799 al mando de su caudillo Belasco, dominadores en Álava, Sakana, Burunda, Tierra Estella, el Pirineo aragonés y la comarca de Pamplona.

En el año 824 Pipinio, nieto de Carlomagno, armó un nuevo ejército franco al mando de los condes Eblo y Aznar, el cual cruzó los Pirineos con la intención de restaurar el orden, entraron en Pamplona sin aparentes dificultades, escarmentaron con la horca a muchos habitantes para evitar ser atacados por la retaguardia, nombraron abades y gobernantes fieles de nuevo a los francos. A la vuelta, recorrieron el mismo camino que Carlomagno, por Ibañeta y por Luzaide-Valcarlos. Eblo y Aznar fueron atacados y apresados donde antes fuera derrotado el ejército de Carlomagno.

En esta batalla destacó Eneko Aritza Ximeno, de alrededor de 50 años, que contó con la ayuda de los hasta entonces pro carolingios Belasco, de su hermano Garçea Ximenez -del que nacerá después la segunda dinastía pirenaica de reyes navarros-, y también de sus hermanastros musulmanes del sur vascón, los Banu Casi, antiguos terratenientes vascones desde época romana que se cambiaron de religión y que harán de tapón con el emir de Córdoba, lo que dio un respiro a los nauarri.

El abuelo de Eneko Aritza, según el códice de Roda, había venido huyendo del poder franco para instalarse de tierras de Deio sobre el fatídico año 768. Mandarían los Ximeno y Aritza en el valle de Salazar, Aezkoa, Urraul, el Ronkal, la villa de Cillas en Ansó, el sur del río Argueda, Onsella y el oriente de Sangüesa y Navascués, donde se encuentra el monasterio de Leire, cuna espiritual del nuevo poder vascón. Eneko habría sido coronado según la tradición en el valle del Ronkal, ennobleció la villa de Isaba (Ronkal) y fortificó Aibar, Xáseda, Gallipienzo, San Martín de Unx y Uxue, además expandió el reino por tierras riojano alavesas de la Sonsierra de Nabarra.

En todos estos siglos los vascones fueron independientes gracias a su resistencia al imperialismo godo, musulmán y sobre todo franco. No existe constancia documental de suceso bélico alguno interno entre vascones entre los años 476 y 824 ni posteriores, año de la creación comúnmente aceptada del reino de Pamplona-Nabarra, reino geográficamente horizontal a los Pirineos, por lo que una conciencia nacional y un interés común en la defensa del territorio, riquezas y gentes frente a diferentes invasiones, debieron ser las razones que nos llevaron a todos los vascones a aunar esfuerzos y crear nuestro Estado de Nabarra.

Aitzol Altuna Enzunza

15 de agosto de 778

Los hombres, silenciosos y rápidos, transitaban los senderos de los montes que desde Iruña, la ciudad de los vascones, conducen al norte boscoso de su territorio, dirigiéndose al estrecho desfiladero por el que llegó, al principio de la primavera, Carlos, rey de los francos, con una parte de su ejército invasor, para sitiar y conquistar Iruña. Siguió luego a Zaragoza, a la que sitió sin lograr conquistar. Desesperado por la derrota y abrumado por el calor de aquel verano de 778, levantó el asedio, decidiendo retirarse a sus cuarteles de invierno, trajinando el regreso por vía vascona. Tras asentarse en Iruña nuevamente para recobrar él y su ejército fuerzas y abastecer su intendencia, ordenó el incendio de la ciudad tan pronto reemprendieron la marcha hacia el norte, advertencia a los posibles levantiscos de que no serían clementes con ninguna insubordinación.

Los vascones carecían de hombres con entrenamiento militar y armas suficientes como para enfrentarse al ejército más poderoso de Europa, pero no permanecían inactivos. Sin tocar las bocinas de llamada ni prender fuegos convocatorios en lo alto de sus montes, rápidos mensajeros conectaron a los diversos pueblos para el gran asalto vengativo. Planificaron una estrategia conjunta para vengar a sus muertos y reparar la afrenta que suponía la ocupación y la desolación de la tierra quemada. Eran descendientes de los sobrevivientes de Roma, la primera incendiaria de la ciudad vascona, y dispuestos estaban a rechazar la amenaza que suponía Carlos y sus sueños de hegemonía y sus delirios de grandeza. Aborrecían ser parte de su imperio. Querían forjar un reino propio.

Los vascones, convertidos en improvisados guerreros, recolectaron y colocaron las piedras en montones precisos y a distancias calculadas sobre las alturas del barranco, permaneciendo fijos en sus puestos de observación y combate. Otros, en grupos de asalto, molestaban mediante escaramuzas al ejército invasor que seguía la ruta que desde Iruña los llevaba hasta el alto de Errozabal, cruzando el valle de Esteribar. A la vanguardia cabalgaban Carlos y el obispo Turpín, seguidos por los veinte mil hombres de caballería e infantería que componían el ejército franco, unidas las fuerzas todas en la retirada de Zaragoza. La retaguardia la encabezaba Roldán, el Par favorito de Carlos, de quien decían era hijo. De él y su hermana.

– Los vascones comprendieron que si querían pervivir como pueblo habrían de forjar una entidad política

Los invasores urgían acceder con rapidez a sus hogares porque no era buen tiempo para la andanza de un ejército el inestable otoño, menos el nevoso invierno. Anhelaban disfrutar de la paz doméstica que, en su actividad militar, restaban a los demás. Marchaban forzados, revestidos con yelmos y corazas de metal, cargando sus pesadas armas, alertas a una posible emboscada, pues ni el apóstol Santiago podría salvarlos de la trampa que suponía el barranco de la tierra vascona por el cual se accedía a la llanura de Aquitania, si sufrían un ataque. Lo temían, pero no lograban calibrarlo. El enemigo resultaba invisible. Se sabía que estaba ahí por los ataques nocturnos y los aterradores aullidos lobunos que emitían, impidiéndoles el descanso.

Cuando el ejército, cual una inmensa serpiente se fue desenroscando por el estrecho vericueto del desfiladero, los vascones actuaron. Cayeron las piedras, convertidas en misiles, sobre hombres y bestias, en tal profusión, que les deparó la muerte o heridas tan profundas que los llevaron a ella. La indefensión era total pues sus arreos de combate no lograron suavizar el impacto del diluvio pétreo y no había sitio alguno donde correr ni ocultarse. Los que quedaron en pie fueron atacados por hombres armados con azkonas, la secular arma que los romanos reseñaron como propias de los vascones. No hubo tregua ni compasión.

De nada valió la llamada de Roldán, avisando del peligro y reclamando ayuda a Carlos, pues murió en el combate finalmente, protegiendo con su cuerpo, para que nadie pudiera poseerla, a su prodigiosa espada Durandarte, con su pomo cargado de reliquias sacras. Carlos y el obispo Turpín, que escucharon el olifante, emprendieron una galopada escandalosa hacia delante, dejando a sus espaldas un ejército deshecho. Muertos fueron los 12 Pares, el Estado Mayor, aquel 15 de agosto del 778 que para los francos no resultó Año de Gracia del Señor. Aunque más tarde Carlos fue proclamado emperador, los muertos de Orreaga, los suyos y los demás, habrían de pesar en su memoria. Nadie debería alcanzar la grandeza derivada de semejante sacrificio humano en aras de su ambición.

Los vascones, expedida su venganza, se retiraron. Pero comprendieron que si querían pervivir como pueblo, y tal era el deseo, habrían de forjar una entidad política que los resguardara de semejantes afrentas. Y aunque no cantaron su gesta, que como mérito tiene el no ser depredadora, y durante mucho tiempo les fue negada su victoria y deformada su genial estrategia, crearon un reino, el de Pamplona, luego de Nabarra. Somos descendientes de lo que ellos forjaron en aquel año de Gracia del Señor del 778.

Arantzazu Amezaga Iribarren, Bibliotecaria y escritora.