Opinión / Iritzia
20 de agosto de 1813: el día en el que el constitucionalismo liberal español finiquitó la Constitución histórica navarra
A pesar del esquema conmemorativo de UPN en relación con lo sucedido en 1813, que se centra en la liberación de la plaza pamplonesa tras un asedio de meses, un aspecto de interés bastante limitado en comparación con otros de la época, y de la respuesta al mismo de Itziar Gómez, concejala elegida en la lista de Nafarroa Bai 2011, y hoy miembro de Geroa Bai, quien criticó el exclusivo recreacionismo militar implícito en aquél, obviando la posibilidad de un recuerdo alternativo sustentado sobre otros ejes temáticos, la realidad es que 1813, y por extensión la denominada Guerra de la Independencia, con el surgimiento en España del constitucionalismo liberal en las condiciones en que lo hizo en aquella coyuntura, tuvieron más contenidos a tener en cuenta que los se han celebrado en estos lares durante estos años. Algunos de ellos, además, de indudable trascendencia proyectiva hacia la posterioridad e incluso hasta el presente.
El 20 de agosto de 2013, por ejemplo, se conmemoran los doscientos años exactos de la fecha en el que el constitucionalismo liberal español finiquitó definitivamente la constitución histórica de Navarra con la negativa de las Cortes gaditanas a una solicitud expresa efectuada desde Navarra para que las Cortes navarras pudieran reunirse para ofrecer el juramento a la Constitución de 1812. Con esa negativa se corroboraba la supresión del régimen constitucional navarra por parte del constitucionalismo gaditano, ya anticipada mediante el recurso a omitir cualquier referencia a aquél en la carta magna recién establecida, contrariando la retórica apología del mismo que se había efectuado en el Discurso Preliminar leído cuando se presentó por primera vez el proyecto de texto constitucional a debate en aquellas primeras Cortes.
De hecho, la actitud reflejada en la respuesta que, como luego veremos, dieron los diputados gaditanos a la mencionada solicitud navarra ya venía también anticipada de antemano por el mismo Decreto CXXXIX de 18 de marzo de 1812 que regulaba las “Solemnidades con que debe publicarse y jurarse la Constitución política en todos los pueblos de la Monarquía, y en los exércitos y armada”. Ese Decreto indicaba que, además de publicarse solemnemente la Constitución en cada pueblo, debían jurarla “los Tribunales de qualquiera clase, Justicias, Virreyes, Capitanes generales, Gobernadores, Juntas provinciales, Ayuntamientos, M. RR. Arzobispos, RR. Obispos, Prelados, Cabildos eclesiásticos, Universidades, Comunidades religiosas, y todas las demás corporaciones”. La ceremonia del juramento se entendía como un instrumento de incorporación a la comunidad política nacional y al orden constitucional recién establecidos. El hecho de que el decreto apelase a las Juntas Generales de las Provincias Vascongadas para realizar el juramento corporativo, al igual que a todos los cuerpos políticos de la monarquía, con la sola salvedad de las Cortes navarras, puede interpretarse como un reconocimiento de índole historicista de aquéllas, si bien con el añadido de la obligación terminante de acatar el nuevo estado de cosas que, en el caso de aquellos territorios, implicaba la disolución de sus Juntas y la admisión de las nuevas diputaciones provinciales en sustitución de las antiguas diputaciones forales.
Como se puede comprobar, al ser citadas las juntas provinciales en esa disposición entre las autoridades y organismos que debían de prestar juramento a la Constitución, se abría la posibilidad a que se pudieran convocar y reunir para jurar y considerar el texto constitucional las Juntas forales de Alava, Vizcaya y Guipúzcoa, pero se explicitaba también, como ya indicamos en una entrada anterior de este blog, por la sola omisión de su mención, la imposibilidad de que las Cortes navarras pudieran reunirse para ese mismo fin. La razón de ello estribaba en dos razones: la competencia legislativa del Congreso navarro, de la que carecían las Juntas Generales de Vascongadas, y la mayor compatibilidad de éstas últimas con los esquemas del constitucionalismo liberal en razón de estar compuestas las mismas de representantes municipales, no como en el caso de las Cortes navarras, articuladas de forma estamental y con el estamento clerical, simpatizante de posturas claramente reaccionarias, con capacidad de actuar como minoría de bloqueo. La exclusión de las Cortes navarras de la relación de corporaciones que debían publicar y jurar la Constitución colocaba al legislativo navarro fuera absolutamente del nuevo orden constitucional, sin ni siquiera concederle la gracia de la autodisolución.
De cualquier forma, la jura de la Constitución por parte de las Juntas Generales forales de Álava, Guipúzcoa y Vizcaya no dejó de plantear problemas, confirmando las reticencias planteadas ya en marzo de 1812 por el único Diputado por Vizcaya en las Cortes Gaditanas, el absolutista Francisco Eguía, y a la que ya nos referimos en este blog. Eguía se negó entonces a acudir a jurar la Constitución de 1812 porque “nunca creyó que esto pudiese entenderse con él, por no haber asistido a sus discusiones, y no haber visto en las corporaciones de que ha sido miembro que hubiese firmado sobre asunto alguno el que no hubiese asistido; y que además, careciendo de instrucciones de su provincia, debía dirigirse por la opinión general de sus paisanos que aman mucho sus fueros; según lo cual no le era permitido obrar contra su voluntad, ni concurrir en calidad de tal Diputado al menor acto que pueda poner en cuestión cual fuese ello”. En otra versión de lo ocurrido “el Sr. Eguía expuso que no podía firmar la Constitución por no haber asistido a las sesiones en que se había discutido, y porque su voto era que se conserven sus fueros a la provincia de Vizcaya cuyo Diputado es”. La exposición de Eguía, así como la de otro diputado por Murcia, que dijo que no podía jurar la Constitución por no estar de acuerdo con “la soberanía esencial de la nación”, “promovieron una larga y triste discusión”. En el debate se planteó declarar indignos a esos dos diputados, desposeerlos de honores, grados, empleos y rentas, y expatriarlos o confinarlos. El diputado García Herreros planteó que al individuo que se negara a firmar y jurar la Constitución “sea tenido por indigno del nombre español, privado de todos los honores, distinciones, prerrogativas, empleos y sueldos, y expelido de los dominios de España en el término de veinticuatro horas”. Esa propuesta fue aprobada junto con la adición propuesta por el diputado Ortiz de que quedaba “a disposición del Gobierno la ejecución de este acuerdo con todas las precauciones competentes”. Con todo, no hubo que aplicar contra ellos ninguna medida de castigo porque los dos diputados, sabedores de a qué se arriesgaban en el plano personal, finalmente se aprestaron a firmar y jurar las Constitución.
Respecto a la jura de la Constitución por parte de las Juntas Generales de las tres Provincias Vascongadas, la jura de las Juntas vizcaínas tuvo lugar en octubre de 1812, la de las Juntas alavesas en noviembre de 1812 y la de las Juntas guipuzcoanas en julio de 1813, en este último caso mucho más tarde a causa de la presencia mucho más dilatada en el tiempo de los franceses en Guipúzcoa.
Las Juntas Generales de Vizcaya y Guipuzcoa destacaron la analogía entre los textos de la Constitución gaditana y los fueros vascos, entendidos éstos como códigos liberales, planteándose incluso en el caso guipuzcoano como modelo a aplicar en el resto del Estado. Esa postura posee una similitud de fondo con la postura sostenida por el exsíndico navarro Alejandro Dolarea en los textos que elaboró para Bayona en junio de 1808 y para Cádiz en 1809 con el fin de posibilitar la supervivencia del entramado institucional navarro y de la misma constitución histórica navarra, tal y como hemos mostrado en un artículo.
En Vizcaya fue donde se produjo una colisión abierta entre posturas bien disímiles para acabar preguntándose por la posibilidad de plantear a Madrid la conciliación entre la Constitución propia y la de Cádiz. Mientras algún liberal exacerbado como Ildefonso de Sancho defendió sin matices la jura del texto constitucional, considerando inadmisible su cuestionamiento en el más mínimo aspecto, otros apoderados se manifestaron a favor del mantenimiento del sistema foral. Así Antonio Leonardo de Letona afirmó que antes de “abandonar los fueros del Señorío era menester pensar bien la cosa” y Miguel de Antuñano habló del derecho de Vizcaya a mantener sus fueros, enardeciendo a los asistentes, dando lugar a una lluvia de insultos sobre la minoría constitucionalista y provocando un cambio de dirección en un ambiente tenso en el pensamiento de la asamblea en el sentido del acuerdo finalmente tomado, acuerdo al que se sumaría Sancho. El general Renovales, testigo de los hechos, acusaría a Mendizábal, general en jefe del séptimo ejército a quien la Regencia había encargado del asunto, de contemporeizar excesivamente con quienes se negaban a jurar la constitución. De cualquier forma, los constituyentes gaditanos reaccionaron furibundamente cuando les llegó la noticia del posicionamiento de los junteros vizcaínos. Las actas de las sesiones secretas de las Cortes de Cádiz nos comunican que éstas encargaron al mismo general Mendizábal “que a fin de reprimir dichos desórdenes, comunicase por extraordinario las órdenes más enérgicas al jefe de la provincia, para que, usando de cuantos medios estuviesen en su arbitrio, cortase dicho mal en su principio, e hiciese inmediatamente publicar y jurar la Constitución, sin dilación, restricción, ni modificación alguna”.
La solución dada al caso vizcaíno, primero en el tiempo, condicionó las posteriores actitudes de aceptación de los otros dos parlamentos provinciales. No obstante, en el caso de las Juntas Generales guipuzcoanas su jura de la Constitución el 31 de Julio de 1813 se realizó con dos circunstancias peculiares. En primer lugar, en la misma acta de juramento se añadió que se dejaba “encargada a la Diputación para entender con el Gobierno sobre las variaciones [de la Constitución] que la situación y esterilidad de este País fronterizo hacen necesarias para su existencia y bien de la Monarquía”, subrayando que “aún para la parte reglamentaria de esta portentosa obra de la Nación, presenta el Código peculiar de la Provincia un modelo digno de que sea seguido, del mismo modo que en lo respectivo a las leyes fundamentales”. En segundo lugar, porque la Diputación foral extraordinaria creada tras aquellas mismas Juntas Generales el día de su disolución y sustitución por la Diputación Provincial, el 22 de septiembre de 1813, elaboró un acta secreta reservada firmada por el jefe político y presidente de la misma, el conde de Villafuertes, nombrado el 5 de agosto por la Regencia, y por los demás miembros de la misma, en la que hay una referencia a las órdenes de la Regencia de 20 de agosto y de 9 de septiembre en las que se decía «que por las contestaciones de la Provincia (…) no se advierte con la claridad y precisión necesarias, haberse jurado la Constitución de la Monarquía, ni hablado de nombramiento de Diputación provincial arreglada al nuevo sistema». También se mencionaba una ambigua respuesta de Villafuertes de 16 de agosto que, al referirse a la aceptación condicionada de la Constitución, habría irritado al gobierno liberal. En aquellas órdenes la Regencia habría ordenado que el Ejército dispusiera el inmediato establecimiento del sistema constitucional en todas sus partes, sin retraso ni demora”. Bajo todo ello, en el acta reservada la Diputación foral afirmaba que «viendo que ha llegado el doloroso extremo de que la Regencia intente valerse del estamento de las armas contra los pueblos y habitantes de la Provincia por su constancia en los medios de que se observen sus nativos fueros», «convencida en fin de haber llegado el apurado caso de que, según los deseos e instrucciones verbales de la Junta general celebrada por esta Provincia en la villa de Deva por el mes de Julio último, se ha de hacer una protesta solemne contra semejante inaudita y extraña violencia, acordó conste para perpetua memoria en esta acta reservada, que no consciente ni consentirá jamás esta Provincia de Guipuzcoa en la oposición a sus fueros, privilegios, prerrogativas, libertades, buenos usos y costumbres con que siendo de libre dominio, se entregó voluntariamente a la Real Corona de Castilla el año de 1200, bajo expresa condición de que se guarden y observen inviolablemente».
Por lo que respecta a Navarra, las cosas fueron mucho más radicales ya que, como hemos señalado más arriba, ni siquiera se dio la oportunidad para que las Cortes navarras se reunieran. La información al respecto de las actas, digamos oficiales, de las sesiones secretas de las Cortes españolas son extremadamente escuetas en torno a la cuestión ya que solamente señalan que el 20 de agosto de 1813, es decir, al mes siguiente de haberse reunido la última de las Juntas Generales de Vascongadas, la guipuzcoana, para tratar el tema de la Constitución de la monarquía española de 1812, “habiéndose leído una Representación del Sr. Diputado D. Francisco de Paula Escudero, y otra de los individuos de la Diputación de Navarra, D. Miguel Escudero y D. Manuel Díaz del Río, dirigidas a exponer la solicitud de éstos últimos, de que se manden juntar las Cortes generales de aquel Reino, completándose entretanto su Diputación, se resolvió no haber lugar a deliberar”. Es decir, el acta de dicha reunión nos informa que se presentaron a los diputados españoles dos representaciones, una del único representante de Navarra que tomó parte en las Cortes de Cádiz en calidad de diputado suplente, Francisco de Paula Escudero (del que ya hablamos en otra entrada de este blog), y otra de dos miembros de la Diputación de Navarra de entonces que ya habían formado parte de la Diputación de 1808 que había abandonado Pamplona en agosto de aquel año, Miguel Escudero (hermano, por otra parte, del anterior) y Manuel Díaz del Río, en el sentido de que se permitiera la reunión del legislativo navarro, sin precisar siquiera la finalidad que se perseguía.
Sin embargo, las actas no oficiales redactadas por Joaquín Lorenzo Villanueva, testigo de los hechos, nos aportan algunas informaciones complementarias. Según él, “el Sr. Diputado de Navarra, Escudero, presentó un memorial de cuatro Diputados de las antiguas Cortes de aquel reino, en que piden licencia para congregar las Cortes antiguas de él; expuso el Sr. Escudero que esto lo pedían con el objeto de publicar las Constitución al modo que las provincias Vascongadas habían celebrado su junta ordinaria con el mismo objeto. El Sr. Mejia, Zumalacárregui y otros hicieron presente que las Cortes de Navarra eran legislativas, y no las juntas de Vizcaya que sólo eran protectoras de sus fueros, y así había una notable diferencia entre unas y otras; que por lo mismo no debía permitirse la instalación de las Cortes de Navarra, pues esto sería hacer compatibles dos Cuerpos legislativos en un mismo Estado. A propuesta del Sr. Torrero se acordó no haber lugar a votar sobre este memorial”. El Zumalacárregui mencionado es Miguel Antonio de Zumalacárregui e Imaz (1763-1867), hermano del general carlista y distinguido liberal guipuzcoano que ocupó altos cargos en la administración del Estado. Recibido de abogado en la Real Audiencia de Sevilla en 1797, fue destinado en 1803 a la Audiencia de Asturias. En 1808 se posicionó contra los franceses, trasladándose en 1810 a Cádiz. Fue elegido Diputado suplente por Guipúzcoa para las Cortes extraordinarias gaditanas e intervino en diversas comisiones. También fue elegido como diputado en la legislatura ordinaria de 1813. Tras la reacción fernandina, sería castigado con la inhabilitacióm. Durante el Trienio Liberal llegaría a ser magistrado del Tribunal Supremo. En ese momento se deslizó hacia el liberalismo moderado. No obstante, sería represaliado de nuevo tras 1823, siendo impurificado y rebajado su sueldo. Tras 1833 ocuparía ya cuerpos importantes en la carrera judicial, llegando a ser Ministro de Gracia y Justicia en 1842.
El contenido de la petición mencionada no está claro ni tampoco se puede conocer puesto que no hemos podido localizar la exposición ni en el Archivo General de Navarra ni en el Archivo del Congreso. No obstante, la solicitud no era extemporánea ni extraña en cuanto que obedecía a la práctica habitual marcada por la constitución histórica de Navarra de que únicamente el legislativo navarro podía intervenir, previa convocatoria del monarca del mismo, en cualquier cosa o hecho granado que supusiera alteración de aquélla. De hecho, ante una situación similar como la suscitada, la Representación presentada por la Diputación de Navarra ante la Junta de Notables de Bayona de 1808 terminaba pidiendo a José I, además de la conservación de la “constitución particular” navarra, “la congregación de las Cortes de Navarra” por ser “la convocación a Cortes privativa de sus Soberanos” y por estar aquélla “ceñida en los estrechos límites de su poder, que recivió de los Estados”, y “que la imposibilitan, y a sus representantes de aspirar a otro medio”.
Como se ve, Villanueva nos habla de un único memorial, presentado por Miguel Escudero y que vendría firmado presumiblemente por él mismo y por otros tres miembros de la Diputación del Reino de Navarra, en el que se solicitaba permiso para la reunión del Congreso navarro para publicar y jurar la Constitución a imitación de lo que habían hecho las Juntas Generales de Vascongadas a requerimiento de las Cortes Españolas. Por lo tanto, desde la Diputación navarra se pensó en compatibilizar de alguna manera el régimen foral navarro y el nuevo régimen constitucional de la manera que fuese. Sin embargo, de la respuesta dada a la petición se colige que la no mención de las Cortes navarras entre los organismos que debían publicar y jurar la Constitución en el Decreto CXXXIX de 18 de marzo de 1812 era totalmente intencionada en cuanto que se consideraba que los Tres Estados navarros tenían un carácter superior, por su naturaleza legislativa, a las Juntas Generales de las Provincias Vascongadas (nótese que en la respuesta de las Cortes españolas no hay mención alguna a la diferencia en la composición de unas y otras, sino sólo a su nivel competencial), siendo esa la razón de que éstas pudieran reunirse y aquéllos no puesto que la reunión del Congreso navarro iría en contra de uno de los principios fundamentales del régimen instaurado por las Cortes gaditanas, el de la instauración de un único cuerpo legislativo para la totalidad del Estado. Además, las Cortes españolas y la Regencia, considerando lo sucedido en Vizcaya, podían temer que las Cortes navarras, en virtud de sus competencias (aunque también, aunque no se diga, de su composición y de su forma de funcionamiento, en las que el alto clero absolutista ya tenía de por sí un peso determinante), no se limitaran a sancionar foralmente la nueva legalidad para evitar reclamaciones futuras, sino que se animaran a diseñar escenarios de compatibilidad entre la Constitución española y la Constitución navarra, tratando de mantener fórmulas de mantenimiento de poder local, o que incluso intentaran ir más allá. No hay que olvidar que la conformación de la nueva diputación provincial y la elección de diputados a Cortes de final de septiembre de 1813 evidencian un notorio control por parte de los absolutistas y de los realistas moderados del escenario político navarro, incluso a través del nuevo sistema electoral indirecto. También es preciso tener en cuenta la negativa imagen que ya desde febrero de 1813 tenía para la Regencia el obispo de Pamplona, cabeza de dicho estamento clerical en el legislativo navarro, como consecuencia de la Instrucción Pastoral que publicó entonces junto con otros prelados y en la que se identificaba a los doceañistas con los invasores franceses y les acusaba de conspirar y legislar contra la religión y la patria.
Sea como sea, hay que recalcar que la negativa de las Cortes no significaba ya sólo silencio o mutismo: indicaba de forma explícita la supresión del sistema constitucional tradicional navarro en cuanto que conllevaba la imposibilidad de reunión de las Cortes navarras y, subsiguientemente, la de la Diputación que dimanaba de ella. Asimismo, independientemente de las dudas sobre la capacidad de adecuación al nuevo marco del legislativo navarro a causa de sus características internas de configuración y de reglamento (lo que será el factor clave argumentado por Yanguas al diseñar la solución de 1841), la imposibilidad de reunión del Congreso navarro, y la eliminación de la Diputación como órgano subsidiario del anterior, obligaba al desmantelamiento de las instituciones navarras sin dar ninguna opción de supervivencia de las mismas fundamentada en su hipotética reestructuración con arreglo a los nuevos parámetros del liberalismo. Todo ello nos trae a la memoria lo sucedido en 1789, no sólo con las reivindicaciones bajonavarras expresadas en el Tableau editado por Polverel, sino sobre todo con las de los labortanos que pensaban que su Biltzar no era, por su misma composición, incompatible con los nuevos aires revolucionarios que, por otra parte, desde dicha asamblea apoyaban con entusiasmo. Sea como sea, entendemos que esa cuestión es tremendamente importante en cuanto que se centra en una de las claves de lo que ocurrirá un cuarto de siglo después. A partir de 1837 los inspiradores del pacto de 1841, tanto por parte navarra como por parte del Estado, también se fundamentarán en la incompatibilidad entre las instituciones tradicionales navarras y el marco de la Constitución de 1837, no planteando en modo alguno por su parte ningún proceso de aggiornamento de las Cortes navarras, quizás porque consideraban imposible que tuviera lugar desde dentro, quizás porque de ningún modo podía dejarse subsistir un cuerpo legislativo navarro limitador del cuerpo legislador estatal ni tampoco el bilateralismo al que ello podía conducir.
La cuestión no era sencilla. Solamente podía sustanciarse, desde la óptica de los liberales, con la negativa de las Cortes de 1813 a la reunión de las Cortes navarras para tratar del tema de la conciliación entre la Constitución de Cadíz y la Constitución navarra o con una segunda opción, planteada a mediados de marzo de 1820 con la entrada en vigor de nuevo del régimen constitucional con el fin de evitar la recriminación que figuraba en una representación de la Diputación de mayo de 1814 en la que, tras el restablecimiento de Fernando VII, se subrayaba el déficit de legitimidad de aquella Carta Magna de la monarquía española en Navarra por no haber sido aprobada por el legislativo navarro. Esa segunda opción fue propuesta por el síndico del reino Florencio García Goyena, persona de ideología liberal que en 1820-1823 y tras 1834 ocuparía cargos importantes dentro de lacarrera política y judicial llegando a la presidencia del TribunalSupremo en 1843 y a ser Ministro de Gracia y Justicia y Presidentedel Gobierno en 1847 y consistía en la convocatoria inmediata de Cortes navarras por parte del Gobierno con el “efecto solo de tratar de su incorporación lisa y llana con absoluta igualdad y unidad bajo el nuevo Régimen constitucional al resto de la Monarquía”, con la premisa, demasiado simplista a nuestro parecer, de que los navarros responderían a ese ofrecimiento con una adhesión “voluntaria, sincera y durable”, desapareciendo cualquier atisbo de resistencia ya que, a su juicio, con aquel trámite los navarros se unirían “gustosos a la gran familia española” al eliminarse los criterios de déficit de legitimidad.
Los aspectos que estamos planteando no constituyeron arcanos que se olvidaron tan pronto como se sustanció su negativo desenlace sino que permanecieron indelebles en la memoria de las personas involucradas, siendo una lección a tener en cuenta de cara a situaciones que tuvieron lugar más adelante. En octubre de 1839, en el contexto del debate registrado en el Senado en relación con la ley que se aprobaría el 25 de ese mes relativa a la foralidad vasconavarra, el conde de Ezpeleta recordaría diferentes iniciativas promovidas por la Diputación para la salvaguarda del autogobierno navarro en tres momentos en que éste colisionó con constituciones españolas (la de Cádiz en 1813 y 1820 y el Estatuto Real en 1834) que lo afectaban. De esta forma, dijo: “En el año de 1814 [sic, por 1813], el diputado D. Miguel Escudero, persona bien conocida en Madrid, hizo aquí la protesta en nombre de la Diputación, protesta que le valió bastantes disgustos; y tanto que en los años del 20 al 21, habiendo sido nombrado jefe político de Navarra, hubo disgustos y no se le dejó tomar posesión a pretexto de que había protestado a favor de las Constituciones de Navarra. Como Diputado no pudo hacer otra cosa que protestar. En el año de 20 [1820, con la promulgación de nuevo de la Constitución de 1812 con el inicio del Trienio Liberal], D. Florencio Garcia Goyena estaba de diputado en Madrid, y la hizo, por cierto confidencial, al Sr. Sancho, con el objeto de que se reuniesen las Cortes de Navarra con el único objeto de tratar de la incorporación, para que fuese más legal y para que en ningún tiempo se pudiese reclamar; pero sucedieron los acontecimientos que son bien sabidos, y como yo me hallaba de guarnición en Pamplona cuando se pronunció, sé que no hubo lugar a nada y la cosa quedó en tal estado”. En el año de 1834, fecha de promulgación del Estatuto Real, añadió Ezpeleta, la Diputación envió una representación al Presidente del Consejo de Ministros en la que se decía que “en aquel momento no era posible juntar las Cortes [navarras] para hacer el reconocimiento de esta Constitución [el Estatuto Real], y que para quitar todo pretexto a los malévolos creía conveniente diferirlo para cuando la facción hubiese desaparecido, estando persuadidos de que un Gobierno constitucional no querría atropellar a otro. Añadieron que no harían pública aquella protesta porque no querían dar armas a los enemigos. Esto lo supieron muy pocas personas, y a no haber sido por esta circunstancia no habría hablado. Si no me engaño, en aquel tiempo el Consejo de Gobierno hizo una fuerte exposición al Gobierno sobre lo arriesgado que era el atropellar a aquellas instituciones y reunir las Cortes”.
Un día, por lo tanto, el de 20 de agosto de 1813 que, en su bicentenario, merece un recuerdo, más que por su enorme significación intrínseca, por el total olvido y desmemoria de los hechos referidos por parte de los poderes establecidos, pero también de quienes se postulan como alternativa a estos últimos.
Fernando Mikelarena
Recreacionismo militar y olvido de las consecuencias de las guerras sobre la población civil
Los 200 años transcurridos del final del dominio de las tropas napoleónicas de la plaza de Pamplona y de la liberación de la misma por parte de los aliados anglolusoespañoles ha servido para que el ayuntamiento de Pamplona se plantee un diseño conmemorativo a celebrar a finales del mes de octubre en el que una serie de charlas serán acompañadas por un ejercicio de recreacionismo militar.
El recreacionismo militar es un fenómeno al alza en el plano internacional y también en el contexto más cercano. Como es sabido, durante los últimos años, amparados por su carácter relativamente espectacular en una sociedad que prima sobre todo lo visual y el atrezzo, han proliferado en el Estado español ejercicios de recreación de batallas cuya finalidad conmemorativa no es, en numerosas ocasiones, en absoluto inocua por dos razones esenciales. La primera, la de que suele ser frecuente que en ellas lo que se recuerda se ciña estrictamente al episodio bélico, prescindiendo absolutamente de cuestiones de tanta trascendencia como las consecuencias del mismo para la población civil del entorno. La segunda, la de que presenta a los ejércitos con un rostro angelical del que en la mayaría de los casos carecieron. Todo ello, claro está, sin entrar en la labor subterránea de legitimación de las fuerzas militares como elementos de salvaguardia de una sociedad, algo especialmente destacado en el caso del ejército español que en los dos últimos siglos ha arrastrado una secuela de fracasos contra enemigos externos y se ha esmerado, en la mayor parte de las ocasiones con saña y al servicio de la oligarquía, contra sectores democráticos de la sociedad a la que servía.
A pesar de que el sitio vivido por la plaza pamplonesa entre finales de junio y finales de octubre de 1813 no parece que se cobró vidas civiles, básicamente porque las autoridades militares forzaron la salida de las familias que no podían garantizar su autoabastecimiento durante tres meses, en el caso específico de la Guerra de la Independencia en Navarra el olvido de las consecuencias para la población civil es algo especialmente penoso y deplorable.
De acuerdo con las informaciones aportadas por Eduardo Martínez Lakabe que en su libro Violencia y muerte en Navarra. Guerras, epidemias y escasez de subsistencias en el siglo XIX (Pamplona, UPNA, 2004) sintetizó aportaciones de otros autores, a la par que suministró numerosos datos de propia cosecha, Navarra fue una de las regiones que más sufrió las consecuencias económicas de la guerra de la Independencia. No hay que olvidar, por un lado, que tuvo que soportar el mantenimiento de las tropas francesas durante la guerra de la Independencia en un grado de intensidad superior al de otras regiones a causa de que por su ubicación geográfica era zona de obligado control para aquéllas para asegurarse su reaprovisionamiento y su reforzamiento. Así, se ha calculado que tras el repliegue francés al norte del Ebro posterior a la batalla de Bailén, en la segunda mitad del año 1808, llegaron a estar estacionados 100.000 soldados franceses en Navarra.
Por otra parte, la población navarra no tuvo que soportar solamente las requisas, exacciones e imposiciones del ejército francés, sino también las de las partidas de guerrilleros (principalmente las navarras de Espoz y Mina, aunque también en ocasiones de las provincias cercanas) que operaron en suelo navarro, así como las del ejército aliado anglolusoespañol que se estableció aquí a partir de la derrota napoleónica en Vitoria a finales de junio de 1813 y que contendió hasta octubre en Navarra con los contingentes galos mandados por Soult que en contraatacaron en dos ocasiones (episodios ligados a la batalla de Sorauren a finales de julio y episodios ligados a la batalla de San Marcial a final de agosto) antes de replegarse definitivamente a territorio francés.
Se ha estimado que las consecuencias económicas de la guerra superaron con mucho el desembolso largo de más de cien millones de reales., con lo que se entiende que las Cortes navarras afirmaran en 1818 que la contienda había sido para Navarra “un manantial insoldable de desgracias, cuyas fatales resultas duran y se dejarán sentir por espacio de muchos años”. En efecto, hay múltiples informaciones de cómo el endeudamiento municipal provocada por la mencionada guerra enlazó con el generado por la primera guerra carlista, coleando todavía en los años cuarenta del ochocientos. Por otra parte, las soluciones adoptadas al endeudamiento municipal provocado por las demandas de alimentos de los bandos en liza afectaron notablemente a las economias domésticas de las familias navarras: no sólo aumentaron notablemente la fiscalidad directa y la indirecta (ésta última, en forma de gravámenes sobre artículos de primera necesidad), sino que los ayuntamientos recurrieron a la venta de comunales y de bienes de propios. Este primer episodio de enajenación de tierras comunales, y la privatización de su uso, en beneficio de sectores adinerados (algo que se repetiría durante y después de la primera guerra carlista), perjudicó a amplias capas del campesinado en cuanto que les privaban de recursos complementarios que obtenían de aquéllos.
Hay numerosos ejemplos de cómo la población civil navarra sufrió los embates de la guerra de la Independencia. Las localidades de Arbizu y Lakuntza fueron incendiadas por los franceses en su retirada. En Arbizu la respuesta a la matrícula de 1816, ordenada hacer por las Cortes de Navarra para calibrar las consecuencias demográficas del conflicto, informaba de que “en la última retirada de los franceses incendiaron estos quarenta y cinco casas que se redujeron a cenizas y las familias que en ellas habitavan se acojen con bastante incomodidad en las restantes casas que existen”. En Lakuntza se manifestaba que de las 110 familias de la localidad muchas vivían en la miseria. Anteriormente, en 1809 los franceses habían incendiado la villa de Burgui por completo, algo que también harían en Izal en 1811, y quemaron 12 casas en Urzainki en 1812 y la mayoría de las de Isaba (153, para ser más exactos, según Hermilio de Olóriz) en 1813. Igualmente, en enero de 1811 las tropas francesas saquearon Lumbier y en la primavera de 1812 en Navascués, según Iribarren, “saqueron y destrozaron a mansalva; quemaron, para hacer leña, puertas, ventanas, carretones y aperos; robaron ganados y aves (…); violaron a casadas y solteras; y saquearon la iglesia”. Como es sabido, por las noticias de la prensa de este año los lamentables acontecimientos de Arbizu y de Isaba han sido conmemorados como se merecen: iniciativas populares han recreado las penas y desdichas de los habitantes de dichas poblaciones.
Las víctimas directas navarras en enfrentamientos armados o en muertes violentas, incluídos fusilamientos y otras variedades de ajusticiamientos por parte de las autoridades militares, durante la guerra de la Independencia habrían ascendido a unas 2.000 personas. Hay testimonios que indican que unas trescientas personas fueron ajusticiadas por los franceses, sobre todo en la época del general Mendiry, quien habría encarcelado en Navarra a unas 4.800 personas, deportando de entre ellas a unas 500.
Las distorsiones ocasionadas por la guerra y la presencia de contingentes abundantes de tropas que vivían sobre el terreno produjeron, además, alzas súbitas de la mortalidad en periodos concretos de dicha contienda. En la Ribera los momentos más críticos se vivieron en 1809, con posterioridad a la batalla de Tudela, llegándose a unos niveles de sobremortalidad en torno a la duplicación (a excepción de en Arguedas y Valtierra donde la mortalidad extraordinaria fue mucho más intensa) relacionándose con los intensos movimientos de tropas y con las convulsiones de la guerra en aquella zona inherentes a aquel episodio. En la Montaña y en la Zona Media, por lo que se conoce, la mortalidad habitual se incrementó en 1813, por lo general de forma moderada, multiplicándose por 1,5 o por 2, en la mayoría de los pueblos. No obstante, en la zona de Bortziriak/Cinco Villas el aumento de la mortalidad fue mucho más notorio por efecto de la estancia de los ejércitos entre junio y noviembre de 1813. Ya Hermilio de Olóriz escribió que “el robo de trigo subió de 22 a 44 reales y el de maíz de 12 reales a 28; los campos amenazaban quedar yermos; el hambre despiadada se extendía por las poblaciones; solamente en Lesaca, víctimas de la necesidad habían perecido 224 personas, y en Vera pasadas de 500”.
Los datos que publicamos en nuestras investigaciones de ya algunos años afirman que la requisa de alimentos por parte de los ejércitos aliados y de los ejércitos franceses habría motivado que en 1814 y 1814 fallecieran en Bortziriak unas 550 personas más de lo normal, casi el 8 por ciento de los habitantes de la comarca. A la par, también hay que decir que durante esos años el número de nacimientos descendió fuertemente. Así en 1814 hubo la mitad de nacidos que lo que era corriente.
La causa inmediata de la crisis de mortalidad de 1813-1814 residió en los desajustes creados por la instalación de las tropas aliadas en nuestros pueblos y por el hecho mismo de la guerra que impedía el abastecimiento regular de la zona, deficitaria de por sí en alimentos. Las tropas de Wellington vivieron entre julio y noviembre de 1813 literalmente «sobre el terreno» y se apoderaron de la totalidad de las cosechas. En Lesaka, donde se instaló el cuartel general aliado, «se valieron de todas sus cosechas territoriales que se hallavan en los campos para atender a la subsistencia de la caballeria, y sus brigadas, cortando de pie toda la siembra y mieses».Algo idéntico sucedió en los demás pueblos. A partir de diversos documentos notariales puede evaluarse la cuantía de esas requisas de grano y frutos en las diversas localidades, con la sola excepción de Arantza. Según los datos cuantitativos que tenemos de Etxalar y de Lesaka en esas dos localidades la población perdió el 100 por ciento de la cosecha de maíz, el cereal principal, y buena parte de la de trigo.
Las pérdidas también se extendieron al ganado. Las tropas expropiaron cabezas de lanar, de vacuno y de porcino en una cantidad difícil de precisar debido a lo escueto de la documentación. En Bera se llevaron fueron 783 cabezas de ganado lanar y las pérdidas de vacuno ascendían en metálico a 15.092 r.v. y las de porcino a 6.328.
Por otra parte, el bloqueo de la frontera francesa y de Pamplona y San Sebastián empeoró la situación al dificultar el acceso a los mercados de los que habitualmente, sobre todo los de Bayona y San Juan de Luz, provenía el aprovisionamiento de cereal. Además de todo ello, hay que reseñar que el trigo y el maíz llegaron en 1813-1814 a cotas máximas.
Contamos con diversos testimonios literarios ingleses de lo acaecido en Bortziriak, recogidos en el libro de Carlos Santacara La Guerra de la Independencia vista por los británicos 1808-1814 (Madrid, Antonio Machado Libros, 2005). El 18 de julio, día en el que se instaló el cuartel general de Wellington en Lesaka donde permanecería hasta principios de octubre, momento en que se trasladó a Bera, un tal Larpent, juez militar del ejército inglés, escribía que Lesaka había sido “saqueada por los franceses y ahora no tiene nada, ni siquiera pan, sólo algo de paja. Llevamos siete días sin pienso para los pobres caballos, incluso la hierba escasea aquí”. Asimismo, un tal John H. Cooke comenta acerca de toda la zona: “por leguas en cualquier dirección, todos los pequeños campos de maíz habían sido arrancado de cuajo, y llevados. Debido a esta circunstancia, muchos de los campesinos se vieron empobrecidos, y obligados a contentarse con muy pocos alimentos”. El ya citado Larpent escribía en carta fechada el 14 de agosto: “Hemos descabezado casi todo el maiz verde del valle para los caballos (…). No habrá forraje seco para los animales en el otoño ni en el invierno. La poca paja que hay en estos valles ha sido comida, y mucho del trigo y del maíz ha sido destruído o cogido (…). Los habitantes, me temo, que pasarán hambre en el invierno, a no se que emigren, lo cual harán muchos, sin duda, y tendremos que ser aprovisionados desde otras partes si seguimos aquí”. El 15 de agosto anotaba: “Estamos sintiendo ahora los efectos de nuestro trabajo en estos valles, ya que no se puede cabalgar unos pocos kilómetros sin notar los olores de caballos muertos, mulas muertas y hombres muertos”. El 23 de agosto decía: “Las copas de los maíces están casi todas comidas por el ganado, las mazorcas cortadas por los soldados para asar y las hojas para nuestros animales (). La gente dice que hemos traído la plaga de las moscas, y creo sinceramente que hemos aumentado los enjambres con la cantidad de animales muertos, y otras clases de porquería causadas por la densidad de población en estos momentos”. El 9 de octubre el mismo personaje Larpent escribía que Bera “es una aldea grande en ruinas” y que Lesaka “se está volviendo muy insalubre, como un corral viejo, y las muertes de los habitantes son muy numerosas”.
Lo que sucedió en Bortziriak también ocurrió en otras zonas próximas. Por ejemplo en el valle de Oiartzun, donde según informaba el Pliego Anual de Oyarzun relativo al año de 1813, el primer periódico que hubo en Gipuzkoa, “hasta poco después de la llegada de las tropas aliadas se disfrutó de buena salud; pero los últimos cuatro o cinco meses del año se han experimentado bastante enfermedad asi en adultos como en los niños. La principal causa de estas enfermedades probablemente ha sido: 1º los sustos y malos ratos que experimentó este vecindario en la retirada del enemigo, por sus atropellamientos, saqueos, violencias, etc. 2º la grande incomodidad causada en las casas por los alojamientos de las tropas aliadas, la asolación de los campos, robo de ganado, falta de seguridad en los caminos, etc. 3º el tiempo irregular que ha hecho casi en toda la última mitad del año, y lo 4º el uso de alimentos desusados en el país, y otros de mala calidad por la penuria y carestía de todos los géneros sin exceptuar los de primera necesidad”. En Oyarzun, según se decía en ese periódico, en ese año no se había recogido “ninguna clase de cosecha. Los franceses en la retirada asolaron los habales y alguna parte de trigales. Los aliados el resto de ellos, los mayzales y toda clase de fruta y hortaliza, sin que hubiese quedado libre de su hoz aun la simple hierba del campo, ni el árbol más lúcido de su hacha (…). La misma suerte que el campo ha tenido el ganado así bacuno, lanar, cerduno y demás”.
Por supuesto, lo vivido en Bortziriak u Oiartzun, aunque de gravedad notabilísima, fue de intensidad inferior al conocido episodio de incendio, saqueo y destrucción de San Sebastián el 31 de agosto de 1813, episodio en el que fueron violadas un sinfín de mujeres donostiarras de toda edad y condición, tal y como relata la encuesta a decenas de testigos realizada al efecto y que reconstruye parte de la enormidad sufrida por la población de la ciudad y que se puede leer a través de Internet.
Los acontecimientos vividos en Bortziriak están siendo rememorados en Bera a través de varias actividades. A lo largo del último año y medio se ha procedido a rehabilitar el Puente San Miguel que une aquella localidad con los barrios lesakarras de Alkaiaga y Zalain y en donde tuvo lugar una batalla el 1 de septiembre de 1813. El pasado mes de junio tuvo lugar un ciclo de charlas centrado en los efectos de las guerras sobre la población civil in abstracto y en aquella coyuntura bélica en Navarra, Gipuzkoa y Bortziriak. El presente mes de agosto otra conferencia ahondó en la historia del mencionado puente. El pasado sábado se inauguró una exposición y el próximo fin de semana tendrán lugar una escenificación popular en la Plaza del Ayuntamiento (el sábado 31) y un acto institucional de recuerdo al sufrimiento vivido por la población civil de la comarca en el mencionado Puente (el domingo 1). Todo ello organizado por un colectivo ciertamente heterogéneo articulado exprofeso que ha contado con el apoyo del Ayuntamiento y a partir de una idea inicial que, aunque partía de la rememoración de la batalla allí registrada, se reinterpretó a partir de la constatación de las penalidades vividas por los habitantes de estas localidades.
En unos días en los que vuelven a sonar tambores de guerra y en las que las soluciones de castigo militar pensadas por ciertas potencias para apoyar a los disidentes sirios invitan al escepticismo, toda vez si recordamos los entresijos y características de similares intervenciones en Irak, los Balcanes o Afganistán, quizás vuelva ser oportuno rememorar los desastres de una guerra de hace dos centurias y la oportunidad de su recuerdo a través de la consideración de quienes han sido los genuinos perdedores de toda contienda: la población civil en todo tiempo y lugar.
Fernando Mikelarena