Zumalakarregi vive
Sorprende que se reciban más críticas al escribir sobre nuestro siglo XIX que si se hace sobre las matanzas del 36 o las inmatriculaciones de la Iglesia, por poner ejemplos cercanos. Y es que ese siglo es el nudo gordiano que explica cuanto vino después. Con todo, las respuestas recibidas al artículo Zumalakarregi, Fueros, Independencia me ratifican en que nos encontramos ante un dato histórico de relevancia: en 1834 la independencia vasca apareció como alternativa política, siquiera por descarte de otras opciones. Tampoco era nada nuevo, pues ya había habido propuestas similares en la guerra de la Convención y en la de 1808, y las habría luego en la segunda carlistada.
No entraré a contestar a los foros españolistas que me espetan de «ignorante batasuno e independentista radical». Tienen bastante razón y agradezco sus ataques porque me indican que voy por el buen camino. Más comedidos veo a cuantos sostienen en sus sesudos libros que nada tuvieron que ver los Fueros en aquella sublevación vasca. Es obvio que Zumalakarregi los asumió desde el primer momento y por eso se dio tanta prisa el pretendiente en ratificarlos nada más aparecer por los Pirineos.
En DIARIO DE NOTICIAS apareció una contestación a mi artículo de un miembro del Partido Carlista, negando el viraje del caudillo vasco hacia la independencia y alegando como prueba el entusiasmo con el que recibió la carta de Don Carlos del 11-IV-1834, anunciándole su llegada. Pero es que, para esa fecha, el tema de la república vasconavarra, federal e independiente, ya se había barajado, verbalizado y difundido. Al llegar el rey, las aguas volvían a su cauce, porque en la Europa monárquica era iluso implantar una República sin ningún apoyo internacional.
«Si no podemos ser españoles, a nuestra manera, sentaremos plaza por nosotros mismos», escuchó Lord Carnarvon a un voluntario carlista. «La idea de la República se había infiltrado entre los vascos y su realización solo dependía de que Zumalakarregi se pusiera al frente», escribió el norteamericano Mackencie. Y no eran solo propuestas republicanas: para el prusiano Laurens «Zumalacárregui era el ídolo de su pueblo y se hablaba sin reparo de alzarlo con la corona de Navarra y hacerlo rey de los vascos». El historiador español Lassala también dijo que la población hablaba «sin ningún reparo de alzar a Zumalakarregi con la corona de Navarra». «Los vascos necesitaban a un caudillo –ratificó el periodista británico y soldado carlista Wilkinson– y lo hallaron en Zumalakarregi, a quien quisieron coronar como Tomás I rey de Navarra y Señor de Vizcaya». Somerville, otro británico que luchaba en el bando contrario, afirma lo mismo y añade que fue un infortunio que los principios «equivocados» de lealtad y devoción a la legitimidad que tenía Zumalakarregi le inclinaran a rechazar aquellas ofertas y traer a Don Carlos. Con la llegada del rey se aparcó (que no se abandonó) la opción independentista, pero el precedente ahí quedó, plasmado a mansalva en la prensa europea, en los libros y folletos de época. Los «republicanos» vascos se plegaron a la opción dinástica. Ya lo dijo la revista Revue de Deux Mondes: «Es una guerra absolutamente moderna y prosaica, guerra de independencia, guerra de intereses. Esos republicanos (sic) del País Vasco han tomado a Don Carlos por bandera, pero no han hecho de este Príncipe ni su amo ni su jefe. El fanatismo es extraño a las costumbres de estas poblaciones».
Ante tanto testimonio y las rotundas cartas de Zurbano y Harispe, publicadas por Sorauren y Urkijo, algunos historiadores ponen en duda el significado del concepto «independencia», como si entonces no tuviera el sentido actual. Parece que no fue suficientemente claro Manuel Larramendi cuando en 1745 dijo que no había razones «para que esta nación privilegiada no sea nación aparte, nación por sí, nación exenta e independiente de las demás». Casi un siglo después, los testigos tampoco parecen tener ninguna duda: para Chaho se pretendía «establecer al pie de los Pirineos un grupo social y político similar al que proyectan los polacos y húngaros en sus países». «¿Por qué no hacer de las provincias vascas y Navarra una confederación independiente y neutral, una Suiza de los Pirineos?» se preguntaba el francés Viardot. «Si, poco a poco, esas provincias se convierten en una nacionalidad polaca, peor para ellas» escribía el traidor Maroto en carta a Espartero, recogida en el The Times. Y en el debate sobre los fueros en las Cortes (18-X-1839) el senador Ferrer citó los intentos de estas provincias en «formar una pequeña Bélgica o Suiza».
Como Polonia, como Hungría, Suiza, Bélgica… ¿No estaba claro? Los informes de Aviraneta al gobierno español lo aclaran más aún: «que se extranjericen los vasco-navarros (…) para promover su independencia del Ebro allá».
Con la muerte de Zumalakarregi no acabaron los amagos independentistas. En 1839, el general Elío hizo saber «que tenía doce batallones navarros y la caballería del mismo Reino y que estaba pronto a declararse contra Maroto a condición de que la Navarra quedase independiente». El Tío Tomás seguía cabalgando.
Zumalakarregi tuvo que optar entre la seguridad monárquica y la incertidumbre del republicanismo independentista. Quizás se equivocó, como dice Somerville. Pero en aquella primavera de 1834, todo pudo ocurrir en Euskal Herria. Hasta ser una Suiza de los Pirineos, en lugar de un vulgar apéndice de Castilla.
Jose Mari Esparza Zabalegi