Iruña-Veleia, ¿la Altamira del siglo XXI?
Juan Martin Elexpuru. “Has visto Altamira? Me quedé pasmado; han pasado ciento y pico años y la misma historia”, me decía hace poco un amigo.
Estamos en 1879. Marcelino Sanz de Sautuola, varón de linaje noble, es abogado de profesión y naturalista y arqueólogo de afición. Una mañana de verano, como otras tantas veces, entra en la cueva de Altamira acompañado de su hija María. Mientras el padre trabaja, la hija agarra otro candil y se divierte inspeccionando los recovecos de la cueva. “¡Papá, bueyes pintados!”, la voz retumba en la oscuridad, mientras la temblorosa luz sigue alumbrado los bisontes del techo.
La historia de Altamira es bien conocida. No hace mucho, en 2016, se estrenó una película de gran presupuesto protagonizada por Antonio Banderas; son incontables los artículos y documentales que se pueden encontrar en Internet sobre el tema, y también los libros de historia reflejan adecuadamente la tragedia del desafortunado Sautuola.
Comunicó primeramente su descubrimiento a su amigo Juan Vilanova, catedrático de la Universidad de Madrid. Este lo dio por bueno y le apoyó en todo lo que pudo. En 1880 Sautuola publicó un pequeño libro en el que informaba, entre otras cosas, sobre las pinturas de Altamira, con dibujos realizados por un amigo pintor. Después de alabar la perfección de la hechura, concluía diciendo que las pinturas pertenecían “sin género alguno de duda, a la época denominada con el nombre de paleolítica”.
Los darwinistas, es decir, los que creían en la evolución, constituían la élite cultural de la época, aunque tampoco faltaban los fixistas, que ahora llamaríamos creacionistas. El veredicto de la comunidad científica fue casi unánime: no podían ser de época paleolítica. El hombre de aquella época no era capaz de realizar obras tan perfectas. El cerebro humano no estaba suficientemente desarrollado. Algún sabio local manifestó que podrían ser obra de pastores de la comarca de Reinosa que bajaban a la costa en invierno con el ganado. Hubo opiniones mucho más eruditas. Según Torres Campos, uno de los líderes de la progresista Institución Libre de Enseñanza, los autores de las pinturas habrían sido legionarios romanos que luchaban en las guerras cántabras. Pero otros señalaron directamente a Sautuola como el autor de las falsificaciones, y se habló de que habría contratado a un pintor francés para ello.
No existía resquicio para la duda. La pintura se conservaba fresca todavía, como si se hubiera realizado ayer. Y se habrían necesitado pinceles finísimos, y no había tal cosa en época tan remota. Y además, ¿cómo iluminaban el sitio? No se encuentran restos de hollín en el techo o en las paredes.
Los franceses eran la referencia en arqueología y Emile Cartailhac la máxima autoridad. Se conocían con anterioridad y Sautuola acudió a él como último recurso. Le escribió una carta proporcionándole todos los detalles e invitándole a visitar la cueva. No recibió respuesta hasta transcurrido mucho tiempo; declinaba la invitación porque era evidente que las pinturas no eran del Paleolítico.
Sautuola murió prematuramente en 1889, consumido por la desdicha y la depresión. Pero en 1902 se descubrieron varias cuevas con pinturas similares en la Dordoña, y fue entonces cuando las de Altamira se volvieron auténticas. Cartailhac, consciente de su error, visitó a la viuda y a la hija de Sautuola y visionó la cueva. Publicó su famoso escrito titulado Mea culpa d’un sceptique en el que reconocía su error y pedía perdón, aunque el daño causado era ya irreparable.
Altamira e Iruña-Veleia, Marcelino Sanz de Sautuola y Eliseo Gil Zubillaga, historias casi calcadas, aunque a la segunda le faltan aún muchos capítulos para escribir. Ni las pinturas ni los grafitos cabían/caben en los esquemas de la comunidad científica. ¿Y cómo iban/van a estar errados en algo los ilustres catedráticos y expertos que habitan en el Olimpo del saber? Parece ser que la Iglesia católica también ha aportado sus granitos de arena en ambos casos, por lo visto algunas pinturas y grafitos chocaban/chocan con algún que otro dogma.
Todavía es pronto para llegar a conclusiones definitivas, pues el caso de Iruña-Veleia sigue vivo y no sabemos cómo va a terminar. En el momento de redactar estas líneas la pelota está en el tejado de la Audiencia Provincial de Álava. Este ente formado por tres juristas es el encargado que decidir si se lleva definitivamente a juicio, como ha pedido la jueza de instrucción, o si se archiva el caso, como ha pedido el abogado de Eliseo Gil.
Aunque las similitudes entre ambos casos son impresionantes, también existen diferencias de calado: 1) No se llegó a judicializar Altamira, Sautuola no fue procesado. Y ya sabemos lo que está pasando con Iruña-Veleia. Muchos juristas nos han comentado que el mayor disparate que se ha cometido ha sido llevarlo a la vía judicial. Estamos ante un tema científico y no se debía de haber dado ningún otro paso hasta agotar los caminos de la ciencia. 2) En el s. XIX no existían laboratorios de Arqueometría o técnicas de datación como el C14 . Además, tenemos en casa los mejores lectores de huesos, y es cosa sabida que existen unos 40 grafitos hechos sobre ese soporte. No se entiende por qué no se quieren usar técnicas tan decisorias como económicas en este caso. O quizás se entiende muy bien.
Según informa la prensa, la acusación particular, es decir, la Diputación Foral de Álava, puede pedir penas de hasta nueve años de cárcel y 250.000 euros de multa contra Eliseo Gil. Se atreverá a cometer tal barbaridad sabiendo a ciencia cierta que no existe ninguna prueba contra el anterior director? ¿Los partidos de la oposición y la élite cultural vasca seguirán con los ojos vendados ante tamaña injusticia?
¿Tendrán que descubrirse piezas parecidas en algún otro lugar, por ejemplo en Francia? Pongámonos por un momento en la piel del arqueólogo que encuentra este verano en nuestro país un grafito en euskera. ¡Madre mía! ¿Qué hago yo ahora?