Vida frente a riqueza muerta
“El batua en Navarra es imposición, discriminación y miseria”. Seguramente recuerden aquella pintada que alguien hizo en Caparroso en 2017, al paso de Korrika. Quizá hayan leído también a conocidos articulistas de la derecha navarrísima afirmar que el batua es “un invento”, que “nada tiene del ancestral euskera”, y frases por el estilo. ¿Se han vuelto notables lingüistas? ¿Han decidido recuperar los dialectos más clásicos de la lingua navarrorum por salvaguardar sus esencias? No: simplemente muestran así su rechazo al batua porque esta unificación del euskera literario es, ha sido y será una garantía de mantenimiento y expansión de la lengua vasca.
Hace ahora 50 años de aquella unificación, iniciada en Arantzazu por Euskaltzaindia: una institución, por cierto, creada en 1918 por acuerdo de las cuatro diputaciones de los cuatro territorios forales (Araba, Bizkaia, Gipuzkoa y Nafarroa). Se respondía así a una necesidad de un estándar de escritura común, imprescindible para tener una lengua desarrollada, reclamado de forma directa o indirecta ya desde Leizarraga (1571). Tras varios intentos a lo largo del siglo XX, Euskaltzaindia logró en 1968 una primera propuesta de mínimos, que luego se ha ido completando a lo largo de los años. Porque el modelo de escritura de las lenguas (porque de eso estamos hablando, de escritura) no se hace de un día para otro y necesita, dependiendo de idiomas, largos períodos de tiempo para asentarse.
Porque… ¿qué supuso aquella unificación? ¿Por qué era necesaria? Porque la lengua escrita tienes unas características diferentes a la lengua hablada. Hay muchas hablas y variedades dentro de un idioma, aunque todo el mundo escribe de forma más o menos similar (no se debe confundir esto con variedad de estilos). Y es lo que ocurría con los diferentes dialectos del euskera.
Pongamos ejemplos del castellano que nos permitan comprender la situación sin hacer arqueología lingüística euskérica. En Salamanca se habla de forma muy diferente a Córdoba o a México. Pero en los tres sitios se enseñan las mismas normas de ortografía (por no hacer referencia sino a lo más básico). En la escuela de Estella se enseña que 3 se escribe “tres” y no “tses”, aunque así lo pronuncie la niña o el niño en su casa. Y que es “ventana” y no “bentana”. En Murcia se dice “caeza, ejperanza”; en Canarias “maj” o “ustedes llegáis”; en Andalucía “acertijo” y “sena”; “pajáro” en aragonés; “esamen” en leonés; en Extremadura se oirá “alvertir” o “casao”; en Madrid “barbaridaz”… Sin embargo, todos ellos escribirán “cabeza”, “esperanza”, “más”,” ustedes llegan”, “acertijo”, “cena”, “pájaro”, “examen”, “advertir”, “prado” o “barbaridad.
Y, como los anteriores, hay decenas de miles de ejemplos en todos los idiomas que tienen registro escrito. Eso no es un invento, sino un sistema para poder entendernos. Por supuesto, una vez establecido el sistema común de escritura, tiende a establecerse también un habla más uniforme por encima de las variedades dialectales.
Mitxelena elaboró en Arantzazu la ponencia base, que partía de una realidad incuestionable: “o buscamos entre todos un modelo con el que, de un modo u otro, nos identifiquemos… o la lengua desaparece”. Si queremos que los jóvenes y niños aprendan el idioma, tienen que tener referencias claras, únicas, identificables, en cuestiones básicas como la ortografía y la morfología. No así el léxico: dentro del mismo modelo se aceptan “jin” y “etorri”, “anitz” y “asko” o “nahi” y “gura”. Pero carece de sentido que unos escriban “ethorri”, otros “torri” y otros “etorri”. Debe haber un modelo único de fondo, como todos los idiomas lo han hecho.
¡Claro que se pierden esos matices diferenciales (con lo bonito que es decir “tses”), una parte de la riqueza lingüística! ¡Claro que, como indicaba Mitxelena, lo deseable sería que todos conociésemos nuestro dialecto y el resto de las variedades, las habladas hoy y las que figuran escritos en textos históricos! Pero esto último es de todo punto imposible. Las lenguas, si quieren pervivir, si quieren ser habladas y usadas como medios de comunicación, deben encontrar ese lugar de unificación.
Así es como se desarrolló el llamado batua, que en Nafarroa no encontró contestación relevante porque la unificación estaba construida fundamentalmente sobre la base de los dialectos centrales del país, incluido el hablado en la Alta Navarra. Para quien no ha oído sino “caeza” y “ejperanza”, escribir “cabeza” y “esperanza” es algo artificioso. Tan artificioso como escribir “eginen ditugu” para alguien que aprendió de su madre “inentugu”. Es que la norma escrita no deja de ser una invención, en todos los idiomas.
Sí, así es: quien llama “invento” hoy al batua lo hace desde la derecha “navarrista” de finales del siglo XX (es decir, UPN) que solo ha inventado para la ciencia política un antivasquismo feroz que nunca existió por estos lares. Esto último lo demuestra que aquella Euskaltzaindia que en 1968 sentó las bases del batua había sido impulsada por las cuatro diputaciones forales. 50 años después, hay quienes lamentan aquel impulso, aquella institución y aquel batua, al que llaman invento. Porque ese “invento” ha permitido tener una lengua viva en la calle, en el mundo académico, en el empresarial, en el científico y en el deportivo; y, sin él, la enorme riqueza lingüística de los euskalkis hubiera terminado encerrada en un museo. Y quizá este segundo escenario era el que más apetecía a los ahora detractores de la unificación.
Virginia Alemán, Koldo Martínez, Pello Salaburu, Esther Cremaes, Iñaki Agirre y Jabi Arakama