Oteiza nos empuja a una una reflexión rompedora de la vida y el arte. De la belleza y de la religión. Accedimos a un bautismo primordial y antiguo, tal como la naturaleza que enmarca Arantzazu y definida por el arquitecto Sánza de Oiza: …Hemos de manejar la pintura mural, el hierro forjado, la madera, la cal, con los que indudablemente puede conseguirse el ambiente propio de un templo de montaña como el que se proyecta, sea la misma.

Es decir, entorno de cañadas de agua, altos picos montunos nevados en invierno, verdes en verano, espinos creciendo vigorosos entre las zarzas. Allí se asentó la virgen interrumpiendo el pastoreo de Balzategi, exigiendo paz entre baskones, empeñados en guerras tribales. Arantzazu… tú en el espino, musitó el pastor estupefacto ante la aparición milagrosa, aunque Oteiza me recordaba con humor que la virgen no se sentó en un espino cualquiera, que eligió para su aparición terrenal un espinal de flor albar, que se abre en la primavera. La que endulza el aire, conforta el cuerpo, valoriza la vida. Eguzki lorea. La flor del sol.

Conocí a Oteiza en el principio de mi vida en tierra de Altzuza, en el empeño inicial que teníamos unos matrimonios jóvenes de levantar un entorno donde nuestros hijos/as, pudieran empaparse de aire fresco, bañados por el tibio sol de los inviernos y el poderoso de los veranos. Él nos bautizó como Errikotxiki y desde sus raíces gipuzkoanas, alentado, decidió afincarse entre nosotros, viviendo en una casa que decidió convertir en museo de su obra, y creando como regalo prodigioso, una fuente de agua para que los caminantes y las las aves del cielo pudieran saciar su sed. Y entre casas que tienen pilares de más de 3 siglos, y en un entorno de casi mil años de vivencia social, plantó un roble de Gernika.

Dueño de una imaginación portentosa y de voz sonora, contaba historias a los jóvenes y a los niños, arremolinados a su lado, planeando mas allá de nuestra realidad, cual arrano beltza real que se enfrenta al sol. Nos mostraba con sencillez su taller desde donde se observaba desde el amplio ventanal el panorama hermoso de Eguesibar, explicando cómo estaba forjando el busto de Sabino Arana, hierro y barro, y a quien admiraba por habernos devuelto en medio de una sequía cultural, que es como un vacío, la humedad vivificante para las raíces baskonas. Porque siendo un pueblo viejo, debíamos ensayar a serlo nuevo.

Una vez, un conjunto de niños y jóvenes y la esposa de Oteiza, la admirable Itziar, con su pelo blanco y sus lentes oscuros, íbamos caminando a la fuente, y se nos cruzó un espléndido jabalí macho. Venía jadeando, huyendo de los cazadores pues escuchamos los disparos, y el enorme animal acosado pero poderoso, se detuvo ante nosotros y nos miró con los ojos enrojecidos, enfilándonos los colmillos amenazantes. Tuvimos miedo, mucho miedo, pero Oteiza, con un ademán, comandó al silencio y a la calma. Casi dejamos de respirar. El animal nos miró desafiante pero al final se retiró, quizá desdeñando nuestra indefensión, quizá sorprendido de nuestra inmovilidad, emprendiendo la carrera de huía al el monte, ocultándose entre los espinudos patxaranes. Asombrados de la aparición y deserción del poderoso animal, de haber podido mantener la calma, obedientes al mandato de Oteiza, respiramos aliviados. Entonces el artista que sucumbió al dolor de la virgen y su hijo muerto, volviéndolos símbolos de hierro y piedra, que nos cambio la perspectiva del arte y el gesto de la oración, se alzó de hombros, y relumbraron aquellos poderosos ojos de tonos grises y azules, y el tono de su voz alcanzó una especie de cántico. Aseguró que el miedo no debía ni podía vencernos, que tratar al animal peligroso de tú a tú, con serenidad, nos había salvado la vida o evitado un accidente. Nunca correr, jamás escapar, imposible claudicar… señaló poniéndose nuevamente al frente de la extraña expedición de mujeres y niños, cuya misión en aquella tarde ultima del verano, era beber agua fresca de su fuente de Altzuza.

E iba recitando lo que tenía escrito en Quosque Tandem …De niños, todos sentimos como una pequeña nada nuestra existencia, que se nos define como un círculo negativo de cosas, emociones, limitaciones, en cuyo centro, en el corazón, advertimos el miedo, como negación suprema de la muerte. Acaso el arte encuentra en los sentimientos de inseguridad y temor sus raíces más genuinas…

Arantza Ametzaga