¿Luz perpetua, señor Del Burgo?
Que las fuerzas del viejo «régimen» de Navarra andan inquietas a cuenta del V Centenario de la Batalla de Noáin es algo más que evidente. Nerviosos seguramente por el buen trabajo realizado por la asociación homónima, durante las últimas semanas han desatado toda una campaña en determinados medios de comunicación. De todo ello, lo más llamativo ha sido seguramente una serie de tres descomunales artículos escritos por Jaime Ignacio Del Burgo, publicados a toda página en un medio regional en los días inmediatamente anteriores a la cita de Noáin, y mientras los chicos traviesos de Vox tensionaban el panorama con su provocador asalto al monumento a la batalla. Nada nuevo bajo el sol.
Por supuesto, no es ni mucho menos la primera vez que Del Burgo sale al rescate de la versión oficial de los hechos, y en más de una ocasión sus aseveraciones, cargadas de falsedades, han sido refutadas por otros autores. Él, no obstante, insiste con perseverancia de ariete, a pesar de no haber catado los avances bibliográficos acaecidos en los últimos 20 años.
Sin atisbo de pudor, afirma de entrada que los reyes de Navarra pertenecían a una dinastía «ilegítima y francesa», al tiempo que jalea a un emperador (Carlos V), flamenco de nacimiento, que ni siquiera hablaba castellano al inicio de su reinado, y cuya única legitimidad radica en una conquista a sangre y fuego. En el colmo del despropósito, llega a calificar a Enrique II de Navarra como «bearnés», obviando que su sobrenombre de «el Sangüesino» derivaba precisamente de haber nacido en la casa de los Sebastianes de Sangüesa, en 1503.
Justifica además el ataque a Navarra porque los reyes Juan y Catalina «optaron por el rey de Francia», algo aclarado hace décadas por el mismísimo Lacarra, que calificó la estrategia navarra como «política de balancín» por buscar la neutralidad entre Francia y España. Y señala como desencadenante de la conquista el tratado de Blois, firmado el 18 de julio, cuando la entrada del duque de Alba se produjo el 21 de julio. En el más absoluto de los desconciertos, Del Burgo da por bueno que, en el plazo de 3 días, los espías de Fernando el Falsario fueron capaces de captar el documento, recorrer a caballo los aproximadamente 1.000 kilómetros de distancia entre Blois y la corte española, y mostrar el documento al rey español que, aun sin expirar ese plazo de tres días, habría diseñado los planes y habría mandado a sus emisarios a Vitoria para dar la orden de invasión. Un auténtico despropósito.
Insiste además don Jaime Ignacio en que Navarra hubo de ser conquistada para terminar con los conflictos entre beaumonteses y agramonteses, olvidando que hace ya años que Álvaro Adot demostró que, en realidad, dichas luchas habían terminado para 1507, con la desarticulación del bando beaumontés y el destierro de su jefe, el traidor conde de Lerín. Y que fue precisamente la desactivación de su «quinta columna» beaumontesa la que persuadió a Fernando el Falsario de conquistar Navarra de manera efectiva. De hecho, de manera incomprensible, Del Burgo presenta la guerra como una suerte de enfrentamiento entre hispano-beaumonteses y franco-agramonteses, sin darse cuenta de que la defensa de Navarra era ejercida por sus legítimos reyes, que en modo alguno pueden ser reducidos a la categoría de banderizos agramonteses. Y obviando que muchos beaumonteses abandonaron su bando al darse cuenta de que la verdadera intención de Fernando no era otra que apropiarse del reino pirenaico. Tanto fue así que, en 1521, el propio virrey español de Navarra declaraba que «no hay en todo el reino un solo navarro de quien podamos fiarnos…».
En su línea habitual, Del Burgo alterna sin rubor las más encendidas alabanzas a la conquista castellana con críticas a los vascongados por participar en ella, demostrando así que su verdadero objetivo no es la historia del siglo XVI sino la política del siglo XXI. Y, por supuesto, pasando por alto que dicha participación no era sino consecuencia del propio sometimiento, al igual que, en adelante, los navarros del sur se verían obligados a participar en campañas contra sus hermanos bajonavarros.
Contradiciendo incluso a los testigos de la época, lanza Del Burgo una coz a los defensores de Amaiur, diciendo que no fueron «nada heroicos». ¡Él, que seguramente hubiese soportado sin pestañear los tres días de bombardeo continuo, llevado a cabo con 16 cañones, hasta reducir el castillo a escombros…! En el fondo, no nos engañemos, lo que realmente le fastidia es que los protagonistas de aquella lucha puedan ser calificados como héroes. Sin duda su personal devocionario debe de estar constituido por otro tipo de ídolos, aquellos que nos hacían estudiar de críos, ninguno de ellos navarro, y cuya lista iba encabezada por Viriato, El Cid, Guzmán el Bueno, Agustina de Aragón y hasta el general Moscardó, si me apuran. Aquellos que reforzaban la idea falangista de España como «unidad de destino en lo universal».
Pero tal vez lo más sangrante de todo sea el impúdico brindis que dedica a Carlos V, al desearle Luz Perpetua, parafraseando con ironía la inscripción del monolito de Amaiur, y llamándole «pacificador de Navarra». A él, Carlos V, a quien autores como el hispanista Geoffrey Parker calificaron como mesiánico y mentiroso, obsesionado por los relojes y la comida, y que tan solo salía de su permanente depresión para perseguir con saña a cualquier disidente. Un tipo capaz de asesinar a diplomáticos extranjeros como Antonio de Rincón y Cesare Fregoso, o de matar en prisión al conde de Salvatierra, haciendo que pareciera un suicidio, después de que este suplicara su perdón. Un rey cruel, que mandó ejecutar a no menos de un centenar de líderes comuneros después de que se hubieran rendido, y capaz de mantener encerrada con engaños a su propia madre, al tiempo que expoliaba sus bienes. Y para otro día dejaremos el «sacco di Roma», el salvaje saqueo al que sus soldados sometieron aquella ciudad, durante semanas, en 1527. Por no hablar de su nefasto legado, toda una serie de engendros incapaces, a quienes Navarra tuvo que aceptar como reyes.
Calificar la conquista de Navarra como «pacificación», cuando realmente trajo consigo un crecimiento exponencial del conflicto, cuando desató una guerra de 18 años, es absolutamente impropio. Nada de lo ocurrido antes de 1512 es equiparable a la batalla de Noáin o a los asedios de Amaiur o Donibane Garazi. Nada es comparable a la represión desatada, o a la destrucción de castillos y murallas ocurridos tras la agresión. Así las cosas, estamos seguros de que el mariscal Pedro, degollado en prisión, Jaime y Luis Vélaz, padre e hijo defensores de Amaiur y asesinados en su celda, el capitán Joanicot, ahorcado y descuartizado tras su valiente defensa de Donibane Garazi, el secretario real Martín de Leache, Miguel y Martín Bértiz y tantos otros que cayeron bajo el cuchillo de Carlos V, no sentirían gran alivio al saber que, en realidad, no estaban siendo asesinados, sino «pacificados».
Termino. Ahora que se cumplen 500 años de aquellos terribles sucesos, las campañas desatadas contra el conocimiento de nuestra verdadera historia nos recuerdan cuánto queda por hacer. Y la primera cita la tenemos el próximo 4 de julio, fecha a la que, para evitar las provocaciones de Vox, la Asociación Batalla de Noáin ha tenido que trasladar la convocatoria ante el monumento de Salinas-Getze. Será una magnífica ocasión para recordar las palabras que el navarro Miguel de Añués escribiera a su rey en los días de la conquista, diciéndole «señor apareced tan solo, y hasta las piedras se alzarán en vuestro servicio». O, mejor aún, las que alcalde y concejales de Pamplona dejaran escritas ahora hace 500 años, en el breve intervalo transcurrido entre la liberación del reino y la nefasta batalla de Noain, cuando aseguraban que por fin estaban libres «de la servidumbre en que nosotros y todo el reino de Navarra habíamos caído».
Y al señor Del Burgo le dejaremos disfrutar de sus fabulaciones.
Joseba Asiron Saez