Las lavanderas del Arga

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A mediados del XIX, unas 100 o 130 mujeres trabajaban en los distintos lavaderos situados a orillas del río Arga, quienes suponían un 2% de la población activa de Pamplona, y un 5% de las mujeres con empleo. A principios del XX el oficio de las lavanderas empezó a entrar en decadencia con la llegada del agua corriente a las viviendas, y si en 1910 podemos contabilizar unas 120, en 1930 el numero desciende a 40.

“Ella camina silenciosamente,
pero bajo ese aspecto tranquilo,
es todo furia, pura energía eléctrica.
La mujer común es tan común
como una tormenta”.
Judy Grahn

Sin duda alguna, después de la prostitución, el trabajo de las lavanderas era la actividad mas dura de las hasta ahora mencionadas en los dos últimos números de la Ezkaba. La dureza del oficio quedo recogida en testimonios como los del Ayuntamiento en 1881:
“Los lavaderos públicos eran utilizados por las infelices lavanderas que se ven precisadas de ejercer su industria si no es en ellos en las orillas del río Arga, sufriendo con resignación los rigores del crudo invierno propio de este clima, y expuestas d contraer enfermedades que minan y destruyen su misera existencia (por lo que la construcción de lavaderos fue calificada) de obra de beneficencia publica.”

Como recogía otro Informe realizado en 1883, “se hace en todo tiempo al aire libre, exige grandes esfuerzos, tiene plazos fijos y hallase sujeta a no pocas enfermedades por efecto del agua en que es necesario sumergir las piernas hasta la rodilla, por la posición del cuerpo, inclinado durante todo el día, y por el contagio que puede producirse si las ropas proceden de enfermos infecciosos”, ademas del enorme peso que suponía el regresar a casa con los barreños de ropa húmeda, a una distancia considerable del arroyo o de la fuente publica.

También el doctor Arazuri nos ha dejado relatada en su libro Pamplona estrena siglo la situación de las lavanderas pamplonesas en el lavadero rochapeano a orillas del Arga: “Las clases media y acomodada daban la ropa a lavar a las lavanderas. Todos los lunes las lavanderas acudían a las casas de sus clientes a recoger la ropa sucia. Al entregarla, se hacia una lista duplicada con todas las prendas entregadas, la cual servia para comprobar que no faltaba ninguna cuando a los tres o cuatro días la lavandera devolvía la ropa limpia y planchada”.
He aquí el relato de una jornada de trabajo de una lavandera a principios del siglo XX, firmado por Peña Plata en el Diario de Navarra del 12 de septiembre de 1903:
“Se levanta antes de que los pájaros despierten y vengan d la ventana de su boardilla á entonar sus trinos de la mañana. Primeramente hace el juego y prepara la comida que ha de servir de alimento d su marido durante todo el día […].
Si no es el marido del que se despide la lavandera, es del hermano […] mas triste todavía; indicio de que los infelices niños se han quedado sin padre, y la hermana mayor héroe de la hermosa virtud de la fraternidad, ejerce el sacrosanto oficio de madre […] después de despedir d su hombre, con gran sentimiento suyo, despierta á los pequeños […] Uno en cada brazo los lleva al “Asilo del Niño Jesús” […].
Ya va entretenida […] una gran canasta de ropa en la cabeza […] en una mano una vasija con azulete, la pala, etc., etc.; y en otra una cestita […] llevará la comida […] Una vez en el río, empieza la animación, con el ruido de las palas, de las prendas, chocando contra la piedra, las canciones de algunas, las conversaciones de muchas […].
Terminada la faena, ya anochecido sube la cuesta algo más descansada […] ha dejado la ropa para cocer. Muy pronto se encuentra con los pequeños que vuelven á sus brazos […]. Más penosa aun es la tarea de la lavandera en aquellos días de invierno en que se ve obligada á romper el hielo con sus brazos”.

Josefinak ongi zioenez, ia ez zen baloratu emakumezko langile horiek guztiek egindako ezinbesteko ekarpena.
Lan horretaz gain, etxeko lanaren zama eraman behar zuten. Askotan, emakume horiek ezin zituzten bi betebehar horiek bete. Benefizentzia (publikoa zein pribatua) bihurtzen zen, orduan, bizirauteko aukera bakarra

El lavadero de San Pedro

No obstante, es el testimonio de Josefina Guerendiain quien nos llevara de la mano de su madre, lavandera y natural de Zirauki, en esta pequeña excursión a la realidad de aquellas mujeres trabajadoras de entre siglos, gracias a sus experiencias mas vitales recogidas en sus memorias Nacida en Navarreria.

Mientras el río Arga fue fuente de ingreso para su madre, la pequeña Josefina acudía al “mochorro” mientras cuidaba de su hermano menor, por cuyo cuidado hubo de abandonar la asistencia a la escuela:
“Iba al “mochorro” con el crío; lo dejaba en el suelo y yo a nadar con una bata bien chula. Yo nunca fui a bañarme en los baños públicos, donde cobraban un real. Iba al “mochorro”, en el Prado de la Lana, por la calle Errotazar. Allí nos bañábamos por una ochena; había una cuerda para agarrarse. Cuando ya aprendí a nadar lo hacia en la presa de San Pedro”.

Algunas de estas lavanderas trabajaban de forma autónoma, mientras que otras lo hacían como jornaleras para los regidores del lavadero o para otra lavandera. Josefina Guerendiain nos cuenta como su madre paso de asalariada a trabajar por su cuenta:
“Trabajaba ocho horas, cuatro a la mañana y cuatro a la tarde […]. Poco a poco se fue haciendo con una buena clientela y se dio cuenta de que podía trabajar para ella misma”. En esas Memorias vemos como muchas veces los familiares ayudaban a las lavanderas, bien haciendo el reparto, como la joven Josefina, bien ayudandole a subir los pesados cestos de ropa recién lavada desde el río a Pamplona. Como ya explicamos en la Ezkaba de junio, su madre ganaba mas que los diez duros de plata que percibía su padre por trabajar en una empresa de cantera, lo cual pone de manifiesto la importancia del salario femenino para garantizar la supervivencia de la economía familiar.

Tras dos años como peona de lavandera en el lavadero de Tejeria ganando dos pesetas por hora, termino haciéndose autónoma y se traslado al lavadero de San Pedro en la Rochapea. Su clientela seria, evidentemente, las personas y familias mas pudientes de la ciudad. Josefina recuerda el inicio de la jornada de las lavanderas que bajaban de la vieja ciudad amurallada a primeras horas de la mañana:
“Cuando iban las lavanderas a lavar, iban para las seis de la mañana, paraban en una casa que había al bajar la cuesta. Allí vivía Bravo, el padre de Gumersindo, músico como el hijo, y las lavanderas pegaban con las palas. Les contestaban los centinelas:
―¿Quien va?. Y ellas contestaban: «El ejercito de la Raja…».
Eran muy saladas y los soldados les abrían la puerta; con lo fuerte que era. Las gentes eran así de llanas, nadie las criticaba, eran trabajadoras”.

La “colandera“, es decir, la que regentaba el lavadero de San Pedro, solía poner comida para las que bajaban para todo el día: un plato de alubias con berza, un vaso de vino y la ración, aunque no todas comian segundo plato. Un café de puchero con leche les costaba 25 céntimos. También tenían que pagar 40 centimos por cocer la ropa en unos cubos de madera especiales para que la ropa quedara bien blanca. Había unos tendederos para secar la ropa y una prensa. Cuando llovía o nevaba la dejaban para entregar medio seca. Las lavanderas de la Rochapea la secaban en sus casas. El tendedero era un terreno propiedad de una familia que tenían una tienda de deportes entre la calle Comedias y San Nicolas, terreno que finalmente acabaría en manos del Ayuntamiento para hacer las casas de las familias obreras.

El final de la jornada de las lavanderas que vivían intramuros no era menos duro. Como recuerda Josefina, “mi pobre madre, después de estar todo el día en la piedra del río para darnos de comer, tenia que subir con el bulto de ropa en la cabeza desde cerca de Capuchinos, donde estaba el lavadero, por toda la cuesta hasta Navarreria. Para cuando subía las escaleras, llegaba muerta de frío y cansancio y nadie la comprendía”.
Como bien decía Josefina, apenas fue valorada la imprescindible aportación de todas esas mujeres trabajadoras, con la tragedia que suponía el añadido del trabajo reproductivo dentro del hogar, y en muchas ocasiones la imposibilidad de poder llevarlo a cabo, teniendo entonces que recurrir a la beneficencia, ya sea publica o privada.

archivo: AMP
Adiós a las lavanderas

La llegada del agua corriente a las viviendas y una mayor diversificación en la oferta de empleo femenino supusieron la decadencia de ese oficio. Frente al centenar de lavanderas contabilizadas hasta 1910, solo quedaban 40 en 1930, siendo la mayoría de ellas viudas, generalmente mayores de 50 años. El oficio desapareció en los duros años de postguerra que supusieron la década de 1940.