La conflictividad antiseñorial en el señorío eclesiástico de Fitero: El motín de 1549

AUTOR: Oscar Montero

AUTOR: Oscar Montero


A lo largo de la Edad Moderna «la pobreza, el hambre, la peste, que se habla vuelto endémica, el fisco y Satanás aterrorizaron a los hombres en oleadas sucesivas». Dentro de este negro panorama, la situación de los campesinos que habitaban los territorios ibéricos de la monarquía hispana, se presenta como especialmente dura. Y sin embargo su proceder se ha mostrado como particularmente inactivo, carente de grandes altercados sonoros. Hecho que ha llevado a los historiadores a configurar una imagen del aldeano como agente pasivo, inerte e inexpresivo pese a la amplitud de causas que constantemente le llamaban a sublevarse. Retrato que presenta a un campesinado español sumiso, acaso inmerso en una larga siesta» de la que no despertada hasta llegada ya la sexta década del siglo XX.

Esta docilidad sobresale aún más cuando nuestros datos son confrontados con otros espacios continentales como Inglaterra, Francia, Rusia o China. Hasta tal punto, que ha llegado a generar afirmaciones simplistas como que “la mayoría de los agricultores españoles habían aceptado con resignación su destino».

Y pintado el cuadro, llegó el momento de buscar las causas que revelaran el por qué de tal inmovilismo. Explicaciones que en buena parte han estado basadas sobre razonamientos económicos, pero que han resaltado también la importancia de factores psicológicos, como el rechazo a todo cambio, o la extensión del «miedo». Por no hablar del papel de la Iglesia. Y es que, junto con los centros de enseñanza (en buen número dependientes también estrechamente de ella), la Iglesia se convirtió en un verdadero instrumento de troquelado de conciencia. Transmitió en una sociedad poco alfabetizada como la comunidad rural europea un mensaje en que valores como obediencia y resignación eran fomentados bajo la promesa de que los sudores sufridos en esta terrenal existencia serían recompensados en una futura y plácida vida imperecedera. Y pobre de quien osara transgredir sus normas ya que frente a ello, como ha mostrado Reyna Pastor, “se esgrimía la amenaza del infierno, la de los diablos, la de la eterna condena».

Esta visión de inmovilismo, es resultante del hecho de que durante mucho tiempo los investigadores han centrado su mirada en la ausencia de insurrecciones en el campo, en la no existencia de espectaculares acciones virulentas. No obstante este enfoque ha dado paso, en las últimas décadas, a nuevos estudios que adentrándose por la senda abierta por James Scott o Edward P. Thompson, muestran como el mundo agrícola hispano, no se mantuvo en una actitud de sumisa conformidad con el orden establecido, sino que opuso una continua resistencia, haciendo uso de mecanismos menos sonoros, pero a largo plazo más eficaces, que el agresivo alzamiento armado. El adjetivo «pacífico», ha venido a sustituir por tanto al de «pasivo».

Frente a la espectacularidad del motín, se contempla la más común utilización por parte de los campesinos de «estrategias de bajo riesgo», que no precisaban el grado de organización de una revuelta, o ni siquiera de un pleito. El cambio de las marcas que delimitaban las parcelas, la baja calidad de los productos pagados en concepto de diezmo, la caza furtiva, el acopio ilegal de leña, el contrabando, o en ocasiones simplemente el silencio, constituyeron formas de resistencia frente a los grupos dominantes.

Mayor complejidad comportaba, sin embargo, la acción de interponer una demanda. Pese a ello el pleito fue, en palabras de Jerónimo López SalazarPérez: «la firma más corriente que los vasallos tuvieron en la Edad Moderna de hacer frente a las exigencias del señor». La administración de justicia se erigió así, en importante instrumento capaz de asegurar la tranquilidad de la monarquía, en eficaz válvula de escape de las tensiones intracomunitarias. Ello gracias a que los órganos de justicia llevaron a cabo una trascendental tarea de racionalización del régimen señorial. Algo que, como postuló Richard L. Kagan evitó que los vasallos se vieran abocados a hacer uso del alzamiento y la violencia.

El recurso a la justicia fue ejercitado continuamente por unos campesinos que vieron en ella un amparo eficaz contra los abusos de su señor. En cl caso de Fitero, tanto monasterio como vecindario mostraron estar muy acostumbrados durante los siglos modernos a hacer uso de los tribunales de justicia. Así por ejemplo en el periodo comprendido entre 1529 y 1750 un total de 722 pleitos de los contenidos en la Sección de Tribunales Reales del Archivo General de Navarra, tienen como protagonista bien a la villa, bien al convento, bien a un vecino de Fitero.

Como cabía esperar la mayoría de estos procesos son producto de disputas entre particulares; testamentos, agresiones, y sobre todo deudas son algunos de los temas que solían acabar ante los magistrados a la espera de un dictamen. Litigios cuyo valor en el análisis de nuestra materia es la de desvelar la multitud de conflictos intracomunitarios existentes en la localidad. Lo que destruye cualquier posible intento de defender la existencia de un campesinado unido que actúa como un ente homogéneo y sin fisuras contra su señor y opresor. De hecho en no pocos de los litigios que enfrentan a particulares entre sí, se puede rastrear la presencia más o menos velada del monasterio, al estar ligado uno de los contendientes de una u otra manera con la abadía (bien sea ejerciendo un cargo municipal por nominación directa del abad, bien sea por su condición de trabajador del convento).

En algunos casos, que bien podrían estar dentro de esta categoría de pleitos ordinarios o pleitos entre personas, uno de los adversarios era el propio monasterio, que acudía a la justicia, o era requerido por ella, normalmente para solucionar en los tribunales cuestiones relacionadas con deudas: ya sea por impago de las rentas de un arriendo por parte de fiadores y arrendador, ya a raíz del embargo de alguna finca rústica o urbana, como consecuencia de no haber recibido la anualidad de un censo. Estos procesos a los que no podemos calificar, si hablamos con propiedad, de antiseñoriales, fueron sin duda una importante máquina generadora de acérrimos enemigos de la abadía.

Un segundo tipo de causas estuvo constituido por aquellas en las que los implicados en la demanda eran más de un municipio o ciudad. Se trata de innumerables pleitos sobre señalamiento de mojones, uso de los montes comunales, o aprovechamiento de los recursos hidrográficos. Litigios que enfrentaron a Fitero, y su monasterio, con la totalidad de las localidades vecinas. Alfaro, Cintruénigo, Corella, Cascante, Cervera o Tudela entablaron numerosos pleitos contra el convento o su villa, que giraron sobre todo en torno a dos grandes temas; el disfrute de las aguas del río Alhama; y los derechos de uso de los Montes comunales del Cierzo y Argenzón (disputa esta última que no se cerraría de forma definitiva hasta llegado el año 1905, y que aún en nuestros días genera más de un sonoro encontronazo»).

Pero por encima del valor que una sentencia favorable o desfavorable en este tipo de temas, podía comportar para las condiciones de vida de los vecinos de los distintos lugares, se debe resaltar vital importancia que estos conflictos tuvieron en el proceso cohesionador del grupo vecinal, al proporcionar a los lugareños un enemigo común. Un oponente por el que, ya desde su infancia, el aldeano era educado en el arraigo y la protección de su territorio, en la defensa de unos intereses que se enfrentaban a los de un tercero. Evidentemente, ello llevaba consigo la total impasibilidad de que pudiera existir cualquier tipo de fraternidad o unión entre los diferentes municipios, aun cuando ello fuera para oponerse a un señor.

La lógica de la solidaridad horizontal se derrumba de este nodo ante la racional persecución de unos intereses materiales. Los pueblos y ciudades colindantes, antes referidos, no dudaron en aliarse junto a la villa y frente al monasterio, o viceversa, de manera alterna, cuando sus objetivos convergían. Del mismo modo, nuestros seculares contendientes no mostraron ningún tipo de titubeo para asociarse frente a localidades vecinas, en aquellos momentos en que la persecución de un mismo fin sugirió tal colaboración.

Finalmente un último tipo de procesos está constituido por aquellos que poseen un carácter antiseñorial. No entendernos ello como la persecución de objetivos maximalistas tendentes a la supresión del propio señorío, sino que englobamos en él todas las demandas que pretendían hacer frente a una situación abusiva de carácter mis o menos coyuntural y pasajera. Así, junto a grandes litigios que ponían en cuestión la titularidad abacial sobre las jurisdicciones civil, criminal y espiritual, o que proyectaban el traslado del vecindario entero a una nueva e independiente población, deben ser analizadas también todas aquellas demandas sobre asuntos considerados menores y que se centraron alrededor de dos puntos principales: los mecanismos de detracción sobre la producción; y los monopolios señoriales.

En este tipo de causas, el monasterio se jugaba mucho, ya que al igual que el resto de titulares de señorío: “perder un pleito suponía para ellos algo mas que verse privados de una tierna, un censo o unasgallinas; era una humillación ante quienes consideraba inferiores». No obstante, la apelación a la justicia también fue profesada por el cenobio, sabedor de que la gran duración temporal de un proceso, junto a su alto coste económico, y a la evidencia de que rara vez se producía una victoria aplastante de una de las partes, conducía en no pocas ocasiones a la aprobación de transacciones y concordias. Éstas si bien pueden ser vistas como ventajosas por los vasallos al suavizar el régimen señorial, constituían para el titular del señorío la “consolidación, por vía contractual, de usurpaciones e imposiciones que, en una estricta aplicación de las leyes, los señores no hubieran logrado nunca». Hecho que lleva a algunos investigadores como Jerónimo López a afirmar que en ocasiones los abusos fueron realizados de manera intencionada y consciente por los señores, persiguiendo con ello provocar un pleito al final del cual lograr una transacción en la que los vasallos reconocieran parte de sus pretensiones. En ocasiones, la búsqueda de una concordia no era el objetivo perseguido, sino que el litigio era utilizado para «defender el honor y la autoridad, para demostrar ceremonialmente, en un foro público su autoridad sobre un débil oponente». Por ello el significado de muchos de los pleitos emprendidos por los titulares de los señoríos debe rastrearse más en el valor simbólico del mismo, en el intento de reafirmar su poder, que en una interpretación puramente económica. Un ejemplo de ello, para el caso que nos ocupa, es la pretensión del monasterio de cobrar, ya en 1751, el «castillaje» debido a que, como consecuencia de una crecida del río Alharma en el año 1681, la gente se veía obligada a pasar por un puente de su pertenencia.

Un último fin en estos litigios incoados por los señores podría ser el agotar económicamente al adversario, mucho más débil, aún cuando se tratara de corporaciones municipales, harto endeudadas, usando la vía de la apelación cuantas veces fuera necesario. Bien es verdad que esta estrategia también suponía un fuerte desembolso pan el señor, en nuestro caso el convento. Algo que ya el historiador D. Vicente de la Fuente, en su Abaciologio de Fitero, consignó. Así, al referirse al abad Fr. Hernando de Andrade, señala que este prior “se vio precisado a sostener grandes pleitos con Fitero y Alfaro, de cuyas resultas decayeron Las rentas de la Comunidad”.

Sin embargo, pese a los enormes  dispendios que un litigio conllevaba, no es menos cierto que estas causas abrían también nuevas vías por las que incrementar las rentas del señor. En el caso de Fitero,  el cenobio llegó incluso a hacer negocio de sus desencuentros con la villa. Algo que realizaría a través de la ”financiación» de su oponente mediante la imposición de censos. “Créditos” modernos de vital importancia para el concejo fiterano en su constante búsqueda de liquidez con la que hacer frente a los onerosos procesos emprendidos y a los diferentes intentos de compra de mercedes reales. Y “préstamos” que serían vistos por la abadía como una forma de aumentar sus beneficios, con nuevas pensiones anuales, que gravaban aún mas a su enemigo.

Bajo tal presión no debe extrañarnos que en ocasiones los continuos enfrentamientos entre villa y monasterio dejasen de plasmarse en más de una ocasión con la tinta de los pleitos, para materializase en la sangre del choque violento. Estos conflictos no se reducen tan sólo a los consabidos motines de 1627 y 1675 sino que cristalizaron en multitud de incidentes de mayor o menor importancia. Como la detención ilegal del alguacil de monasterio en 1543; el libelo de Benito Rodríguez y Juan Navarro en 1586; o las amenazas de Pedro Sanz en 163438.

El Motín de 1549

Pero sin duda por su espectacularidad el suceso que mas se acerca a los motines de 1627 y 1675 fue el acaecido en 1549 en un enfrentamiento por temas agrícolas como desencadenante. Tal y como nos cuenta el fiscal Ovando el día 7 de julio de 1549, estando Antonio Remírez, alcalde ordinario, oyendo los divinos oficios en el monasterio, fue avisado de cierta brega en el término de Juscarra, donde acudió:

“(…) Con la mayor prisa que pudo donde halló en el dicho lugar y término más de ciento y cincuenta hombres armados  de diversas armas ofensivos  y defensivas (…) !os cuales con gran ímpetu y alboroto estaba alanceando y acuchillando y apedreando las guardas del dicho monasterio (…)»

Entre estos guardas se encontraba Salazar, tendido en el suelo y con una cuchillada en la cabeza, propinada por Miguel de Barea, el joven. Junto a él, fray Gaspar, también caído y herido, lo que no impedía a un tal Juan Andrés, procurador de la villa de Fitero, continuar golpeándole. No acaba aquí la nómina de perjudicados ya que Pedro de Bea constituía el centro de un círculo humano, que no escatimaba golpes y cuchilladas al eje de sus iras, un Pedro de Bea que cayó al suelo de una pedrada propinada por Bertol de Aragón:

“(…) y estando en el suelo le daban muchas cuchillas e golpes e Pedro Aznarez se le echó encima, con machete en la mano, con el cual le quiso cortar la cabeza. Y si no fuera por las personas que allí se hallaron, de parientes y amigos suyos, lo hubiera efectuado (…)».

Ante tal panorama Antonio Remírez, alcalde ordinario, sosteniendo en su mano la vara real, comenzó a vocear: «¿Qué es esto? ¡Ayuda al Rey! ¡Envainad esas espadas y teneos afuera”. Sin embargo, quienes allí se encontraban, lejos de desistir en su actitud, se abalanzaron sobre el citado alcalde «sobre acuerda y acaso pensado, diciendo que los jurados y concejo del dicho lugar así lo hablan ordenado». Al grito de: «¡Muera! ¡Muera el traidor! Que así se a de hacer», recibió numerosos golpes y cuchilladas. En especial por parte de Miguel de Atienza y Blas Vergara, jurado, así como de Juan Andrés y Juan Ortiz, bolsero y albardero respectivamente, que, haciendo caso omiso del alcalde, recomendaban a cuantos allí se encontraban que matasen al dicho alcalde. Logró zafarse Remírez de sus captores y emprendió una desesperada huida, siendo perseguido por algunos revoltosos que le espetaban: «Espéranos traidor, que aquí habéis de morir».

«(…) después de lo cual los juras y vecinos del dicho lugar trajeron consigo a los delincuentes, con mucho regocijo, haciéndoles mucha fiesta y dándoles de comer y acogiéndoles en sus casas. Y después de comer salieron todos a la plaza, bien armados y con muchas flores, y se pasearon públicamente. Y estaban enfrente del dicho monasterio y a cualquier persona que de él salía le decían muchas injurias. En especial a fray Antonio, camarero del dicho abad y a Pascual, cocinero, que salieron a comprar de comer, les dijeron que en aquel lugar no había de haber frailes ni había de quedar cosa alguna del monasterio (…)».

El pueblo recibió, por tanto, como auténticos héroes a los amotinados. Lejos de procurar su castigo, se unió a ellos en sus críticas al Monasterio. Recuerda con ellos las palabras con que Hobsbawm definiera el término bandolero social: «campesinos fuera de la ley a los que el señor y el Estado considera criminales, pero que permanecen dentro de la sociedad campesina y son considerados por su gente como héroes, paladines, vengadores, luchadores por la justicia, a veces incluso líderes de la liberación, y en cualquier caso como personas a las que admirar, ayudar y apoyar».

El suceso no pasó a mayores, pero como el resto de los incidentes mostraron al convento los límites de la opresión. Una frontera que el pueblo no estaba dispuesto a tolerar que su señor osara traspasar.

Raquel Alfaro Pérez   (En Fitero-2005 nº 23)