La «coherencia» del obispo Marcelino Olaechea

Víctor Moreno

Víctor Moreno


En plena vorágine de las elecciones de febrero de 1936, ganadas por el Frente Popular, el obispo baracaldés de Pamplona pronunció un discurso que el periódico nacionalista “La Voz de Navarra” fechó el 26 de enero de 1936 y que reprodujo, ladinamente, el 15 de febrero.

Su contenido mantenía una conclusión que adoptaba el siguiente imperativo doctrinal: «Los sacerdotes deben estar muy lejos de toda política». Su razonamiento partía de este singular silogismo: «Si el Prelado fuera cedista, tradicionalista, nacionalista o cualquier otro ‘ista’ haría traición a su augusta misión de padre de las almas, se opondría a los intereses de la Iglesia, frustraría en parte los frutos de la sangre de Jesucristo, se haría reo del aparcamiento de los corazones». Por todo lo cual: «El obispo no puede tener preferencias por ningún partido».

Como si adivinara lo que iba a venir, el obispo planteaba que «si, con el andar del tiempo en un lugar de nuestra Patria, alguien pensara y dijera que su Prelado sea tal o cual ‘ista’ incurrirá él en tal desgracia, faltaría grandemente a la justicia el pensador o murmurador, y si en tal desgracia incurriera un Prelado, sería una desgracia tremenda que haría llorar a la Iglesia».

A continuación, la misma lógica comparativa aplicaba a los sacerdotes, aunque «en menor escala». Añadía que el sacerdote es «punto de convergencia de los hermanos, de esos hermanos, a veces y en ciertas ocasiones, como la presente de modo particular, enfrentados por divergencias de ideas, de corazones, de vida», y que «cuando suene la hora de defender los intereses de Jesucristo apartarán de sí las miras partidistas y se sentarán fundidos en abrazo fraterno».

El discurso del obispo terminaba deseando que tanto él como los sacerdotes fueran juzgados de este modo señalado, lejos de todo prurito político, porque sería la única manera de evitar cualquier suspicacia, recelo y angustia. Seguro que el prelado creía que los pensamientos contenidos en su discurso eran definitivos, no en vano «procedían de la voz de lo alto», como indicaba el periódico nacionalista.

Sin embargo, lo que ocurrió después con estos planteamientos, es bien conocido. Olaechea cambió su discurso universal del amor por el de la defensa de una guerra contra los otros, los llamados infieles, y que, con toda naturalidad, el prelado transformó en Santa Cruzada: «No es una guerra, es una cruzada. Vivimos una hora histórica en la que se ventilan los sagrados intereses de la religión y de la patria, una contienda entre la civilización y la barbarie».

Más tarde, firmaría con el obispo de Vitoria una exhortación titulada “Non licet” (“No es lícito”) donde la figura de los sacerdotes dejaría de irradiar la imagen de padres de convergencia política para ser solo soldados de Cristo al servicio de los golpistas y rebeldes, prohibiéndoles bajo pena de excomunión apoyar al Gobierno republicano. Luego, lleno de regocijo, diría: «Con los sacerdotes han marchado a la guerra nuestros seminaristas. ¡Es guerra santa! Un día volverán al seminario mejorados. Toda esta gloriosa diócesis, con su dinero, con sus edificios, con todo cuanto es y tiene, concurre a esta gigantesca cruzada».

Dejando atrás su aureola de «Padre de todos», Olaechea solo desearía «el triunfo de nuestras armas», viendo «brotar en la punta de las bayonetas de nuestros soldados el ramo de olivo», calificando su gesta como «la más alta cruzada que han visto los siglos, donde es palpable la asistencia divina a nuestro lado».

¿Cómo fue posible que en tan solo seis meses la lógica y la coherencia del padre de todos, llamado Olaechea, se fuera al carajo? No se fue. Solo se limitó a cambiar de pensamiento y a ser coherente con éste. Nada más. Olaechea siempre fue coherente. Su caso, como el de tantos, revelaría que un día un principio es genial y, al siguiente, no tan maravilloso como parecía.

Suponemos que uno tiene principios y que actúa de acuerdo con ellos y que a este movimiento llamamos coherencia, sabedores de que existe la posibilidad para cambiar de ideas en un futuro inmediato según conveniencia. Es higiénico fustigar y alabar, según y cómo, la coherencia del comportamiento humano. Mucho más lo es señalar con qué principios pretende alguien ser coherente. Al fin y al cabo, ¿no es preferible que un botarate, que no sabe distinguir entre un nombre abstracto y un nombre concreto, se abstenga de ser coherente con lo que piensa? Ojalá lo hubiera hecho Franco y quienes lo apoyaron en 1936 en Navarra.

Naturalmente, los obispos y golpistas militaristas perjuros fueron coherentes con sus principios. Pero ¿no es, precisamente, esa coherencia, que condujo al asesinato de 3.400 navarros, quien condena por completo los principios políticos, teológicos y éticos de quienes perpetraron aquella barbarie? Sin duda, aunque no sabe uno qué es más terrorífico. Si haber sido un coherente insensato en 1936 o pretender serlo en la actualidad manteniendo los mismos principios que llevaron a quienes los precedieron en el cultivo de semejante coherencia criminal, porque criminales eran sus principios.

Víctor Moreno Bayona