La batalla de Orreaga

El 15 de agosto del año 778 una terrible batalla sobrecogió al Pirineo navarro. Durante horas, quizá días, miles de personas se golpearon con armas de metal hasta la muerte. En cuanto no quedó perdedor alguno con vida, los vencedores de la jornada se retiraron.

Fue el enfrentamiento armado más grave de su época, un hecho que conmocionó a Europa. ¿Cúal fue la causa para que el horror se apoderara de las montañas navarras? ¿Quién tomó parte en tan sangrienta lucha? Y lo más importante ¿por qué?

Estas preguntas han sido formuladas durante siglos por historiadores de todo pelaje. Por más que las respuestas hayan sido varias, nunca han llegado a ser plenamente satisfactorias. La razón es sencilla, siempre ha faltado una explicación rotunda del contexto en que se desarrollaron los hechos. O dicho de otra manera, ¿puede saberse qué pintaba hace tropecientos años una enorme caravana europea multicolor jugándose la vida a mil metros de altura sin enterarse que cuando se inventara el tour éste sería en julio? Y lo que es más, ¿por qué fue para estos precursores una etapa sin retorno? ¿Es que a los navarros no nos gustaba aún el ciclismo?

El contexto histórico
El año 476 ha sido considerado por unos el final del Imperio romano. Para los británicos, el 312 es más que suficiente, hay chovinistas defensores del 711 y hasta el 1453 tiene sus partidarios. Poco importa la fecha o hasta la hora en que éste o aquél perdieron el cuello. La raíz del problema es otra, mucho más general e imposible de comprimir en un número.

El Imperio romano, cárcel de personas sometidas, era un completo fiasco desde el principio, un robo a mano armada que escondía bajo su débil capa de refinado barniz a un pobre y carcomido aglomerado de pueblos. No es de extrañar, por tanto, que las revoluciones sociales y sublevaciones populares estuvieran al orden del día. De ahí que cuando el chiringuito terminó por hundirse en el siglo V, hubiera territorios liberados por doquier, ya fuera bajo repúblicas comunitarias multirraciales o con motivo de reafirmaciones nacionales en unidades organizativas propias lejos de las formas impuestas por el imperialismo esclavista romano-cristiano.

Esto mismo sucedió en Euskal Herria, esa tierra de lengua euskaldun, reliquia preindoeuropea que desde los aún desconocidos límites occidentales y meridionales, ocupaba casi todo el Pirineo y descendía por las llanuras aquitanas hasta la ciudad de Burdeos. Definir cuál era el peso de la maquinaria represora romana, la rebelión social y la lucha nacional en el 476 es hoy en día pedir peras al olmo. Lo único seguro es que el estado se batía en retirada ante el auge de las formas alternativas de la población euskaldun. Y el enfrentamiento vigente se daba a todos los niveles, también armado.

Pero el Imperio romano, en contra de la opinión general, no cayó. Es decir, se transformó, y la estatua nazi de mármol blanco dio paso a un engendro con apariencia romana, ropas cristianas y garras germanas. En suma, un nuevo reparto del mundo al que tampoco estaban invitadas las naciones que ha- bían sobrevivido a más de medio milenio bajo la calígula de las legiones.

Naciones que en los siglos siguientes resistieron a la asimilación mientras les fue posible, conservando las libertades recobradas en el colapso de la centralización imperial. Libertades en el ámbito jurídico diferentes variedades en el derecho, ahí está el pirenaico del que un residuo son los fueros, social papel del grupo, de la mujer, religioso apuesta por el paganismo, el animismo ancestral, económico sin depender de los centros de poder mundiales o lingüístico revitalización de las lenguas nacionales en perjuicio de las impuestas desde el exterior. En resumen, poder político, soberanía plena para gran parte de Breizh (Bretaña) y Euskal Herria, y configuración en éstas de auténticos estados nacionales de los que, perdida finalmente la centenaria guerra de desgaste, apenas han quedado referencias, míseras ondarras e intuiciones de lo que pudo ser un modelo organizativo estatal alternativo al que al final venció y perdura en la actualidad.

Los siglos V, VI y VII vieron cómo la debilidad del nuevo sistema implantado desde arriba en el continente europeo era incapaz de frenar el expansionismo liberador que propugnaban bretones y euskaldunes, naciones que profundizaban en sus realidades internas creando mundos cada vez más distantes de la faraónica obra en la que confiaban Papado, nobles y reyes germanos. Visigodos y francos eran unos instrumentos ineficaces tropas euskaldunes entraron al asalto por dos veces en Zaragoza, al tiempo que el también más justo desafío musulmán les quitaba fuentes de financiación al sur y este del Mediterráneo, lo que había sido su patio trasero innegociable.

Diversas razones, entre las que no hay que subestimar un potente crecimiento demográfico en ciertas zonas europeas, unido a una férrea voluntad del ya consolidado nuevo sistema europeo por zanjar la cuestión y nombrar un nuevo emperador en Occidente tras siglos de trono vacío, llevaron a la ruina estos proyectos alternativos con base nacional. El exponente más claro fue la coronación de Carlomagno, el genocida de bretones y euskaldunes.

Los hechos

En el siglo VIII, derrotada la resistencia euskaldun y bretona a lo largo de las amplias tierras de la actual Francia tropas euskaldunes presentaron batalla hasta en las cercanías de París y disponían de líneas de abastecimiento y fortificaciones en el hoy centro francés, Carlomagno decidió terminar su tarea y para ello quiso dominar todo el valle del Ebro, entonces en manos de autoridades musulmanas. Un plan táctico, Zaragoza. Un fin estratégico, el control de Euskal Herria.

Con imponente ejército de mercenarios bien pagados procedentes de mil rincones del mundo, los mandos imperiales entraron divididos en dos cuerpos por Catalunya y Euskal Herria. Fracasada la toma de Zaragoza, en cambio, y presuntamente alertados por la rebelión nacional de los sajones, pueblo germano que vivía humillado bajo la bota franca en la actual Alemania, Carlomagno ordenó el regreso.

De vuelta, el continente arrasó cuanto pudo para lograr al menos algunos de sus objetivos iniciales. Es en este contexto en donde la destrucción de Iruñea toma sentido. Pero Euskal Herria, como hemos mencionado, gozaba de una organización propia que hoy desconocemos, puertos, ciudades, industrias, tecnología punta militar que, pese a las precarias labores defensivas que resultaban inútiles durante decenios, le permitió concentrar de nuevo un ejército nacional en el Pirineo navarro con todo tipo de avituallamientos y mandos para miles de gudaris que, estos sí, eligieron fecha y lugar para asestar un terrible golpe al ejército imperial.

Fue la última victoria euskaldun de importancia frente al dominio del sistema, victoria que se celebra en la actualidad cada verano con hogueras en las cimas de los montes. Miles de mercenarios extranjeros, soldados de élite, quedaron en el campo de batalla, para ser reproducidos en la mitología por doquier. Es la figura del más alto sicario de Carlomagno que falleció en la contienda, un tal Roldán, quien ostentaba la delegación del gobierno en Breizh. Quizá entonces, gracias a ello, decidimos también que Bretaña seguiría siendo independiente. El Estado Mayor imperial se dejó el pellejo. Pero Carlomagno futuro emperador se salvó.

Conclusión
Tres años más tarde, un ataque masivo combinado desde Córdoba y el núcleo de Carlomagno aliados llevó a la ruina y la desesperación a Euskal Herria, que apenas pudo resistirse. Las crónicas hablan de numerosos grupos a lo largo del Pirineo que en fechas posteriores intentaron hacer frente a ejércitos muy superiores. Sólo quienes se sometieron al nuevo orden mundial salvaron la vida, otros lucharon hasta el final. Los jefes militares que optaron por la rendición se vendieron, de forma que encontramos en sus linajes el fundamento de la imperante nobleza medieval nacional.

Pero debido a derrotas como la de Orreaga, el sistema no pudo implantarse del todo, prefirió una absorción progresiva en vez de proceder al exterminio, y tanto Breizh como Euskal Herria mantuvieron durante toda la Edad Media una independencia menguante, una libertad condicional sin fianza a la espera que el juez decretara de nuevo la prisión incomunicada.

Es en este contexto en donde debe situarse la creación del denominado reino de Iruñea, luego de Nafarroa, como un ente estatal cipayo, jaula de autóctonos, desde donde podía el poder seguir asimilando a sus habitantes, meros indígenas sin civilizar desde el punto de vista imperial. Y aun con todo, este reino fue un éxito para sus súbditos, porque así lograron prolongar, pese a ser en un continuado declive, la resistencia de sus formas de vida, socioeconómicas, de organización política y culturales etnolingüísticas hasta la actualidad, frente al desastre que sucedía en las tierras ocupadas por los reinos próximos, lugares en que la asimilación de la diferencia fue definitiva.

Erlantz Urtasun Antzano. Historiador