Juan Antonio Urbeltz: “Me siento un revolucionario, no querría ser otra cosa”
Juan Antonio Urbeltz, el antropólogo y folklorista navarro recibió ayer la Medalla de Oro de Gipuzkoa por su “extensa aportación” en el campo de la danza vasca tradicional.
Su aita era de Linzuain, en el valle de Erro, y la ama de San Martín de Unx, en Baldorba. Él nació en Pamplona el 20 de octubre de 1940 pero en Navidad la familia ya se había instalado en Donostia, donde vive desde entonces. Dejó la escuela de comercio, que no le atraía “en absoluto”, y comenzó a estudiar antropología y otras materias por su cuenta. Tenía 18 años cuando le invitaron a entrar en el grupo Goizaldi…
…y desde entonces la danza y usted han sido indisolubles.
-Ignacio Gordejuela me enseñó a bailar. Era buenísimo, de una precisión absoluta en los pasos, bailaba con una belleza total… En Goizaldi conocí a Marian -mi futura mujer-, empezamos a salir en 1961 y nos casamos siete años más tarde. Entre 1956 y 1965 recorrimos toda España y Europa: Francia, Alemania, Italia, Checoslovaquia… Yo iba con los ojos abiertos como platos, veíamos las actuaciones de todos los grupos y Marian tomaba notas de las melodías. En 1965 me llamaron para que les echara una mano y para mi sorpresa, cuando llevábamos seis meses, el que entonces era presidente lo dejó y yo tomé el relevo. Acepté y hasta ahora.
Fue entonces cuando iniciaron la recuperación de las danzas tradicionales vascas que estaban a punto de perderse tras la guerra…
-Fue un gran trabajo de campo que realizamos mi mujer y yo. Con mis conocimientos de antropología, recorrimos un sinfín de pueblos, íbamos preguntando de puerta en puerta, de caserío en caserío, para que nos explicaran cómo era esta o aquella danza.
En esa especie de carrera contrarreloj, ¿recuerda cuál fue la primera danza que salvó del olvido?
-Creo que la ezpatadantza de la Merindad de Durango. Después vinieron la sokadantza de Ituren, el ingurutxo de Iribas, las danzas de Otsagabia, los jauzis de Baja Navarra… Se trataba de recoger el máximo posible, hasta donde pudiéramos llegar, teniendo en cuenta que estábamos tocando un patrimonio tradicional, y ahí el arte creativo es unir los elementos sueltos.
Antes de 1965, ¿cuál era la situación de la danza tradicional?
-Yo pensaba que lo que teníamos entonces era todo lo que había en el folklore vasco. Tras la Guerra Civil había quedado la escuela mantenida por José Lorenzo Pujana y su hijo Cándido, las danzas de Gipuzkoa, una parte de las de Navarra… Pero no se conservaban en su versión original. Recuerdo que en 1967 fuimos a un festival en Biarritz en el que habría unos 30 grupos. Todos bailaron danzas de Bizkaia salvo nosotros, que las respetamos íntegramente: el resto bailó según las modificaciones introducidas en tiempos de la República por Euzko Gaztedi, las Juventudes del PNV, que habían alterado o simplificado los bailes. En su día incluso pretendieron homogeneizar esas danzas desde Balmaseda y hasta Tudela, que fueran todas iguales… ¡Pues no!
Siempre ha sido crítico con eso…
-Sí. La cultura tradicional tiende a ser adulterada por la no comprensión de lo que hay dentro de ese fenómeno. Y a veces el folklore se pretende balletizar, sin entender que la danza es un lenguaje con distintos dialectos: la danza clásica, la contemporánea, el flamenco, los folklores de Europa… No se pueden mezclar una cosa con otra porque sería como pretender que aquí se den clases de euskera con fonética alemana. Tienes que extraer la vitalidad y el genio del propio lenguaje, tienes que ir a su sintaxis, su morfología, porque las danzas tradicionales tienen un fondo de cultura viejo y bellísimo. Hay que buscarlo y darle sentido…
¿Faltan danzas por descubrir?
-No, faltan metáforas que crear y relacionar. El folklore está a buen recaudo pero en nuestra cultura popular nos falta eso que tienen los andaluces, una danza dramatizada con Lorca, Falla, grandes artistas… Hacen una representación y pueden bailar Mariana Pineda o Carmen, que son protagonistas muy temperamentales. Los vascos no somos así, no tenemos ese carácter, pero también tenemos a nuestros héroes populares, como Ramuntcho, de Pierre Loti, encantador en su ingenuidad. Nos falta dramatizarlos…
¿Cómo se consigue eso?
-Conociendo el personaje y reinterpretando su vida en el campo de la música y la danza popular. Para su película Ran, Akira Kurosawa adaptó El Rey Lear de Shakespeare y le dio tono en un contexto japonés absolutamente maravilloso. Hay un grupo de danzas húngaro que baila Mariana Pineda pero sin usar instrumentos ni recursos del flamenco, sino elementos propios de la cultura húngara. Eso también lo podemos hacer nosotros, tengo enorme fe en ello. En nuestra danza tiene que haber elementos que nos puedan hacer referentes universales. Es lo que ha hecho Hungría con la música de Bela Bartok y Zoltan Kodaly, Irlanda con sus ritmos celtas y Andalucía con el flamenco. ¿Qué lección extraigo de esto? Que los vascos tenemos que redescubrir el genio de nuestras danzas y, si es posible, hacer de ellas un repertorio, con inteligencia y sensibilidad.
En los 60 y 70, todas las danzas que fueron rescatando no solo las interpretaron en las plazas y festivales populares, sino también en los teatros más importantes del país…
-Actuamos en el Victoria Eugenia, el Teatro Gayarre, el Coliseo Alvia… Elevamos un peldaño la danza tradicional, que no era habitual en los teatros. Todo lo que habíamos aprendido Marian y yo en nuestros viajes por el mundo lo llevamos al escenario con todo lujo de detalles y con los mejores músicos. Hasta entonces la gente no había visto un montaje de danza tradicional tan bien plasmado en el teatro.
¿Y cómo lograron sortear la amenaza de la dictadura?
-No voy a ponerme la medalla del sufrimiento por la patria porque no fue así. Por un lado, porque en aquellos años al generalísimo le quedaba poco tiempo y el clima no era tan asfixiante. Por otro, porque aunque las presentaciones las hacíamos en euskera, el público disponía de un programa de mano bilingüe. Una vez, la policía secreta vio el espectáculo e incluso nos felicitaron porque les había parecido muy interesante. Para ellos era un espectáculo aparentemente anodino, les resultaba muy difícil de captar el impacto que aquellas funciones tenían en nuestra gente y lo bien que nos sentíamos. No captaban la idea de fondo: que Argia era el conjunto oficial de danzas tradicionales del País Vasco.
Porque usted siempre ha defendido el carácter político de la danza y la ha utilizado como instrumento de construcción nacional.
-Siempre, no hay otra cosa que política, pero yo no hablo de siglas. Muchos creen que la política es sigla, pero no es así.
¿Qué supone la Medalla de Oro de Gipuzkoa para usted?
-Me hace sentir muy bien y demuestra que siempre he sido un hombre afortunado. Antes que este hubo otros premios internacionales, pero este me lo dan en casa: soy profeta en mi tierra. De todas formas, los premios no me distraen, sirven para pasar revista pero yo sigo con mi trabajo.
Dice la Diputación que su trabajo “ha revolucionado por completo” la danza vasca. ¿Se siente un revolucionario?
-Sí, exactamente, no querría ser otra cosa, y me gusta mucho la palabra “revolución”, está muy bien enfocada. Alguien podrá decir ¿Qué se ha creído este?, pero nuestro trabajo supuso un cambio de paradigma, un antes y un después. Yo sabía qué campo tenía que modificar y de qué manera, y empecé a hacerlo de modo intuitivo en la búsqueda permanente de una identidad violentamente sustraída por la guerra.
Y lo hizo siempre acompañado de su mujer, Marian Arregi.
-Sí, claro, el premio lo recibo yo porque no se puede entregar colectivamente, pero es para los dos. Marian me ha apoyado siempre.
Diario de Noticia, 19 de Diciembre de 2015