Ikastola Lizarra. Premio Manuel Irujo 2020

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No ves Estella hasta llegar hasta ella reza el dicho, y así fue en el verano de 1965 cuando, de la mano de Pello Irujo, me enfrenté a la ciudad aposentada en el meandro del Ega y palpé la humedad de sus aguas, olí el perfume que exudaban sus fresnos y recorrí las calles milenarias transitadas por viejos y nuevos mercaderes, antiguos y modernos romeros. Noté algo triste en Lizarra, aunque estaba en vísperas de fiestas, tal como si mantuviese duelo por su fusilado alcalde Agirre y la prevalencia de no decir agur, según decretó un bando, ni tocar txistu, instrumento que animaba los jolgorios populares. Desde la plaza de Santiago nos llegó el sonido de las gaitas, animando el baile de la Era/Larrainadantza, al que también en su día resucitó Andrés Irujo.

Entré en la casa Irujo y fue como si los cimientos de tres siglos –¿o era Pello contando en voz baja la historia familiar?– me delataran que el niño Daniel, luego abogado defensor de Sabino Arana, escondido en sus sótanos, acometió la acción temeraria de restar pólvora a los fusiles de los cristinos allí encuartelados en la guerra de los Cinco Años. Por dos veces Lizarra fue capital carlista y conoció derrota, pero el espíritu de la ciudad prevaleció pese a que el idioma primordial quedó atascado en la garganta de los lugareños. Y se le echaba en falta porque daba sentido al nombre las sierras de Andia y Urbasa, al valle de las Ameskoas, a los ríos Ega y Uderrera, otorgaba resonancia a los pueblos y monasterios de la merindad y a los apellidos de sus pobladores.

En la biblioteca, intacta pese a las vejaciones sufridas desde su confiscación, Pello rebuscó entre los tomos apergaminados de los Fueros y extrajo algo con cuidado y con cuidado me lo ofrendó. Era una piedra perfectamente redonda, de color blanco mate. Me explicó que la consiguió en el fondo del Ega un día de verano. Le gustó tanto que la guardó en sitio secreto y principal como lo era la biblioteca foral, y allí quedó cuando hubo de regresar a Caracas. Me entregaba la piedra simbólica forjada por las corrientes milenarias del Ega porque significaba rodaje y perpetuidad.

«Seguimos siendo pero debemos aprender a hablar», concluyó. La piedra redonda removió mi mano como si mantuviera en ella un corazón. Comandaba que, pese a las desgracias sufridas y los bienes secuestrados, volveríamos a ser nosotros mismos en los tiempos venturosos que habrían de venir.

En 1970, día de San Miguel, se hizo realidad la regeneración con la creación de la ikastola de Lizarra. Nació en un frontón, alegórico lugar donde el pelotari, mediante la coordinación de cada uno de sus músculos, comandados todos matemáticamente por el cerebro, con su mano lanza la pelota contra la pared, iniciando el desafío. La idea no es derrumbar el muro sino mantener la pelota en el aire, provocando a la ley de gravedad.

Por las calles de Lizarra, por primera vez en en siglos, resonaron en las gargantas de una humanidad exultante las voces del idioma primigenio, fluido como las fuentes del Urederra. El bando militar humillante y represivo se hundió bajo los pies jubilosos de una generación que quería correr bajo el sol y volar con el viento. Era tarea difícil, asegura Josu Reparaz, su director por veinte años, en declaraciones a este DIARIO DE NOTICIAS: …kastolen proiekuak, zorionez edo zorurxarre, egoera guztien gainetik aurrera egiten ikasi du/ el proyecto ikastola, por suerte o por desgracia ha aprendido a avanzar en todas direcciones. El arduo rescate de la lengua original, aplicado a la enseñanza y a las diversas fórmulas culturales y folklóricas, fue generado por el ardor, la generosidad, el riesgo y el rigor de múltiples personas, imposible nombrarlas a todas, que tuvieron el valor de convocar semejante devenir histórico. Fueron campeones de una recuperación vital sin precedentes y merecían reconocimiento.

Este 2020 no hay Nafarra Oinez en Lizarra a causa de la epidemia. Pero sí ha obtenido la ikastola el prestigioso premio Manuel Irujo por la excelencia alcanzada. Desde el corazón de la vieja casa Irujo en la que germinó una generación altruista, pacifista y luchadora en la defensa de su patrimonio nacional, ha llegado a la ikastola la honrosa distinción. Mantengo mi piedra redonda en mis palmas y creo percibir la voz de generaciones antecedentes hablando de proyectos y esperanzas, perfilando presente en concordancia a su forma de ser. Porque recoger lo pasado no es convertirse en estatua de sal, sino motorizar un avance firme al futuro.

De mi pelota de piedra rebrota la voz baskona con su sonido resonante, su verbo difícil, sus múltiples palabras para designar a la humanidad, a los animales y a la geografía singular que nos rodea, y me penetra en el corazón un mensaje dulce cual sonido de canción de cuna. También, y en contraste, surge un irrintzi de desafío por el camino a transitar y emite un agur que es salutación respetuosa en nuestra lengua porque significa hola y adiós. No en vano nuestro Agur jaunak que voy entonando por Lizarra y sus gentes y su ikastola nació en los frontones de Lapurdi.

Devuelvo la pelota de piedra al fondo del río Ega. Debe seguir rodando.

Arantzazu Ametzaga Iribarren. Bibliotecaria y escritora