¿Derecho a decidir?

Fue Locke quien definió los requisitos de la libertad, de igual manera para el individuo, que para la colectividad, como la capacidad absoluta de decisión en ambos planos; sin interferencia de instancia extraña a los mismos de parte de otros individuos o, en su caso, de un poder exterior a la misma colectividad. A partir de entonces, la modernidad ha proclamado la libertad individual y colectiva como principio básico en el terreno de lo político. Todos los sistemas ideológicos insisten en la libertad como fundamento de sus planteamientos. Paradójicamente las diversas expresiones al respecto muestran diferencias insalvables y de difícil encaje en el marco de exigencias definidas por Locke.

Lo cierto es que la denominada modernidad ha contemplado una polémica permanente en el terreno ideológico y el conflicto en la praxis política en el momento de concretar la libertad. En la consiguiente conflictividad han tomado parte desde el liberalismo originario, pasando por el autoritarismo fascista, hasta el denominado socialismo en sus diversas variables. Igualmente debe considerarse el enfrentamiento en este terreno entre las potencias imperialistas europeas y los territorios ultramarinos a los que impusieron su soberanía; nada extraño, teniendo en cuenta que el conflicto también aparecía en los denominados territorios metropolitanos, por la imposición de determinadas colectividades de proyectos nacionales rechazados desde las naciones sometidas. Finalmente, las diferentes declaraciones de principios fundamentales proclamadas por la Organización de Naciones Unidas -ONU- han definido de manera diáfana los dos principios citados al principio de este escrito, como punto de partida de cualquier ordenamiento jurídico democrático.

Todos los sistemas ideológicos insisten en la libertad como fundamento de sus planteamientos

El fundamento primero e irrenunciable de un orden jurídico legítimo se sitúa en la libre capacidad de decisión del individuo en cuanto tal, en todo lo que pueda concernirle, con inclusión de su aceptación personal de su integración en la colectividad. A partir de este punto la libertad de decisión corresponde a la colectividad misma. Y ¿cuáles son las condiciones para que exista verdadero derecho a decidir libremente? En un sentido estricto se exige la no interferencia de una voluntad externa -en un caso respecto al individuo y en el otro de un poder foráneo- que pretenda delimitar el marco del ejercicio de esa libertad. La capacidad de decisión es absoluta; esto es la autodeterminación. Considero de suma importancia para el futuro de la colectividad nacional de Navarra la clarificación diáfana de estos puntos. No debemos olvidar que el factor de índole negativa más importante que impide la autodeterminación de nuestra nación navarra lo constituye la sujeción forzosa que sufrimos por la voluntad y real poder de España y Francia de mantener su dominio sobre nuestra nación. Pretender en estas circunstancias que se nos reconozca el derecho a decidir es ilusorio y engañoso, más a la vista de la trayectoria histórica y presente de nuestra relación con esos imperios. La misma expresión del citado planteamiento confunde, cuando parece reclamar la autodeterminación; aunque de hecho persigue convencer al responsable del conflicto -el imperio- de que acepte la bondad de una solución, acorde con un derecho que el mismo imperio desdeña, a pesar de proclamarlo suyo.

No es cuestión de mostrarse razonable, ni tan siquiera frente a aquellos que reclaman unas formalidades que legitimen las apariencias de un procedimiento democrático de decisión. Quienquiera que se declare español en las presentes circunstancias se aprovecha de la violencia ejercida por España en su vigencia plena sobre una voluntad de los soberanistas navarros que se ha manifestado de modo permanente, desde el origen de la agresión española y francesa. No negaremos siempre la honestidad a los partidarios de este camino. No obstante, el status actual se encuentra totalmente condicionado por la violencia de España, proclamada por los mismos textos legales, practicada con altanería por sus instituciones, cuando se afirman por encima de la voluntad colectiva de una nación -Plan Ibarretxe, Estatuto de Cataluña o declaración del mismo Parlamento catalán sobre referéndum soberanista- y que es apoyada por la mayoría social española. Cualquier planteamiento que pase por el reconocimiento de una disposición democrática de los españoles pecará cuando menos de incauto.

El momento presente refleja de manera suficiente lo que se afirma, cuando la misma crisis pone de relieve las insuficiencias y debilidades de España en cuanto Estado y nación. Salvo casos de excepción, que empiezan por tomar conciencia de las limitaciones de España como realidad histórica y proyecto nacional, parece no arriesgado afirmar que una mayoría muy importante de los españoles se encuentra convencida de la perfidia de navarros y catalanes, al negarse unos y otros a aceptar un proyecto de nación -España- corroborado por la historia, con más luces que sombras, porque no mueve otro impulso a los soberanistas que el egoísmo oportunista de una situación considerada como privilegiada, por ser resultado de la contribución solidaria del conjunto de los españoles; solidaridad que se hallan aquellos decididos a quebrar.

Mikel Sorauren