De Troya a Kiev pasando por Amaiur

arantza_amezaga

La Iliada y Odisea de Homero son las primeras obras literarias de nuestro mundo occidental y en ambas epopeyas se visiona desde la literatura, el mito y la memoria, un conflicto bélico: el asedio y derrota de una ciudad comercial, envuelto en un discurso fluido de bellas palabras que componen oraciones y completan capítulos y que bordan situaciones concordantes con el amor, odio, dolor, despedida y encuentro, vida y muerte que han marcado nuestras formas literarias durante milenios.

Somos un poco el guerrero Aquiles viviendo su confuso romance con Briseida y ejecutando su venganza por la muerte de Patroclo, o el prudente dirigente Príamo y su hijo, el el prometedor Héctor, nos conmovemos por la historia de amor de Paris y Helena, que según el poema, desencadenó la guerra… y sufrimos el desgarrador aunque trepidante exilio de Ulises socorrido por la sabia Atenea, y quien ideó idea el ardid del caballo de madera descomnal que consigue introducirse en la ciudad asediada y rematar su conquista.

Troya fue destruida hasta sus cimientos. Sus ciudadanos, muertos o diseminados. Ulises de regreso a Itaca, un periplo que dura veinte años y, pese a la fidelidad de esposa e hijo, solo le reconoce su viejo perro ciego. La guerra cobra espantoso tributo aún a sus ganadores. Y nos deja las figuras del soldado muerto en combate, del ciudadano desvalijado y las mujeres violadas, abandonando sus hogares… del hijo de Héctor despeñado desde lo alto de la muralla, símbolo de la suerte infantil en el conflicto. Aún seguimos, lloramos por aquella catástrofe humana ocurrida hace casi tres mil años, coincidente con sucesos históricos semejantes y sistemáticos repetidos y que resultan actuales. Somos Troya en Ucracia. Fuimos Troya en Amaiur. Describimos el horror de la guerra, pero no hemos podido y es un fracaso como humanidad espantarla de nuestro escenario. Seguimos siendo la criatura temeraria que abandonando la cueva primordial, transitó la llanura y se aposentó en ella para lanzarse a la conquista de espacio vital que en el S XX y en el nuestro, resulta sideral. Pero, pese a esa odisea, no hemos resuelto el modo de dialogar entre nosotros por lograr una coexistencia que abarque de forma apaciguadora el intercambio de ideas, propiciando el entendimiento. Es un deseo inherente en las religiones, en los pensadores, en el transcurrir diario de la vida, pero no hemos logrado como humanidad conformarlo. Desde Troya hasta la bombardeada Kiev, pasando por nuestras Amaiur, Durango y Gernika, los hombres de la guerra maniobran para que la potencia de las armas prevalezca sobre la fuerza de la razón, es decir, comanda en nosotros más la animalidad que tenemos como criaturas planetarias que la fuerza inteligente que nos hace capaces de crear letras que expresen sentimientos, que testifiquen razones, que rubriquen actos respetuosos con el otro. Seguimos siendo más el impulsivo Aquiles, el de los pies ligeros, que el paciente Héctor, el domador de caballos.

Cada guerra tiene su eslógan, pero a la larga resulta el mismo repetido. Por fronteras que marcan límites imperiales, Nabarra es invadida en 151, acusada entre otras cosas de herejía, por un dirigente militar, Fernando de Aragón, que ambicionaba y, casi lo fue, un Carlomagno europeo. Lo que el reino de Nabarra usaba como tránsito de rebaños y trasmisión intercultural, se convierte en fortaleza cerrada para espantar enemigos. Se domeñó un reino, se rebajó su economía, se silenció su lengua, en nombre de ambiguas retóricas que hoy, en el caso de Rusia con Ucrania, vemos recitar y repetir, combinados a la exhibición militar como instrumento de persuasión. Cuantas más armas, tanques y aviones, se es más poderoso, dice el mensaje y los hombres, tristemente, desfilan en ese desvío de la razón.

Reviso en este mes de abril que pasó, me detengo en el día de Aberri Eguna con su mensaje de resurrección y afirmación pacífica de un pueblo determinado a vivir al margen de semejantes referentes militares, en la reflexión de ser lo que somos porque a ello tenemos derecho pese a los hombres de la guerra, pese al calvario de la derrota, del castigo, de la usurpación y dispersión que nos ha tocado sufrir. Abro página en el Día del Libro, con mensaje de gloria, pues si somos capaces de formular pensamientos y transcribirlos en libros y mantenerlos en ese receptáculo único de la especie humana que son los archivos y bibliotecas, tendremos las esperanza de no morir calcinados. De no desaparecer sin rastro de eternidad, eso que como especie, unido a la idea de sobrevivencia, nos alienta en el alma desde que nacemos.

Amaiur fue derribado a cañonazos hace quinientos años en el intento de borrar la existencia de un reino, es decir, de un pueblo, pero logró renacer de sus cenizas por algo tan etéreo como lo es la memoria colectiva. Conocemos lo que pasó, lo exponemos, desterrando el mito inherente en los discursos militares. Sabemos que la guerra siembra el terror, diezma poblaciones, aboca a la gente al exilio cual Ulises –afortunado en no morir en la planicie de Troya y que debe sobrevivir ante sucesos desmedidos para llegar a su hogar de Itaca–, para no morir del todo. Su hazaña fue relatada, y eso la salvó, pues su contenido en palabras la vuelven herramienta más poderosa que la pólvora del cañón.

Arantzazu Ametzaga Iribarren