Patrimonio / Ondarea

Iñaki Ustarroz: Huella y memoria de Ezkaba

Iñaki Ustarroz

Iñaki Ustarroz


El vecino de la Txantrea Iñaki Ustárroz, catedrático jubilado, ha investigado durante años la historia de fuerte Alfonso XII l Se conoce todos los entresijos y curiosidades de un lugar que frecuenta a menudo.

Iñaki Ustárroz, en el monte Ezkaba, junto a la entrada del Fuerte Alfonso XII, un lugar que suele frecuentar muy a menudo. Oskar Montero

«A mis alumnos siempre les decía que la Guerra de la Independencia empezó y terminó en Pamplona. No se lo creían», bromea Iñaki Ustarroz, vecino de la Txantrea. Les sacaba a la ventana, en el instituto de Burlada en el que daba clase, y les hacía asomarse. «¿Veis las murallas? Ahí es donde empezó todo, donde tuvo lugar la primera escaramuza». El día que los franceses tomaron Pamplona por culpa de una batalla de bolas de nieve. Y en la otra ventana: «¿Veis aquél monte? Pues ahí fueron los últimos bombardeos de Wellington, es donde les dieron la patada a los franceses y salieron corriendo», ríe.

Fue en San Cristóbal, en Ezkaba, en un lugar que Ustárroz se conoce como su propia casa. También el fuerte que lo corona y que él, aficionado a la historia e investigador nato, solía frecuentar cuando era niño –como no podía ser menos–. Todavía hoy sigue visitándolo siempre que puede. No se cuela por los mismos recovecos porque confiesa que últimamente la rodilla le falla un poco, «pero ha habido meses que he venido todos los días. A las tres de la tarde, que es cuando más me gusta venir. El calor no me asusta», confiesa.

Ustarroz, que estudió Bellas Artes y dio clases de dibujo, tiene una memoria privilegiada y una curiosidad que no sacia nunca. Se ha recorrido el Archivo de Navarra; el archivo Histórico-militar y el Servicio Cartográfico del ejército en Madrid; y el Museo de Artillería del Alcázar de Segovia en busca de información, conserva planos, mapas, fotografías y dibujos, y se conoce al dedillo todas las curiosidades e historias que exhalan las piedras del fuerte. Hace ya un siglo que finalizaron las obras de esta estructura defensiva que, aunque nunca llegó a estrenarse, se erigió para ser concebida como la segunda ciudadela de Pamplona.

Sabe de los graffitis con nombres y apellidos de quienes estuvieron presos antaño, y de otros que anuncian la fuga («22 de mayo de 1938: fuga») aunque desmiente, eso sí, que el fuerte esté conectado con el centro de Pamplona a través de túneles subterráneos. A saber.

Él ha visitado todos los pasadizos fascinado por una estructura que fue «pionera y única» en los tiempos en los que se comenzó a construir (1878), aunque nunca llegara a utilizarse como fuerte artillado. «Son trabajos de sillería de altos vuelos, aquí se formó toda una generación de canteros. Rodean el fuerte algunas piedras en forma de cono que, tras complicados trabajos de cálculo, sirven como referencias visuales que ayudaban para enfilar el tiro en terreno escarpado», explica.

Podría ir casi con los ojos cerrados hasta la estructura del montacargas que todavía se esconde en uno de los pisos subterráneos y que serviría para subir munición y las propias piezas de artillería, y cuenta –sin perder la sonrisa– que estuvo a punto de construirse un funicular para facilitar los trabajos de construcción.

Casamatas para disparar los cañones –todavía se conservan los ganchos que los sujetarían para aguantar el retroceso–, caponeras en las que se esconderían los soldados para proteger el foso y poternas, que son puertas de salida pero no de entrada, para evitar las emboscadas. Dar un paseo por el fuerte con Ustárroz es como ir de excursión, aunque haga falta una libreta y no perderse detalle. «Hubo un pastor que dejaba pastar aquí a las ovejas, hace algo más de una década. Alguna vez en el fuerte y otras en el Polvorín, las tenía tan amaestradas que subía con camioneta», bromea, en el «túnel de las ovejas. Los críos lo llaman así porque alguna imprudente se refugiaba en él y luego no sabía cómo salir».

Fuente: Diario de Noticias


 

Las máscaras de Unanu, un misterio que hunde sus raíces en la noche de los tiempos

Las máscaras de Unanu

Las máscaras de Unanu


El Carnaval de Unanu es un tesoro antropológico, con las máscaras que portan los mamoxarroak como la joya de la corona. Se conservan seis, son de metal y aunque habrían sido forjadas en la Edad Media, su esencia se remonta a la noche de los tiempos. Así lo recoge un libro de la editorial Xibarit.

A través de cien páginas en las que se van entrelazando los textos del antropólogo Álvaro Bermejo y las imágenes del fotógrafo Joseba Urretavizcaya, en el libro ‘Mamoxarroak. Las máscaras de Unanu’ se ofrece un acercamiento muy visual, histórico y antropológico a uno de los carnavales más curiosos de Euskal Herria y que no se dejó de celebrar ni siguiera durante la dictadura franquista.

Urretavizcaya explica que el libro se gestó porque «había oído que las máscaras del carnaval de Unanu no tienen un origen claro y que eran muy especiales». Así que el fotógrafo y el antropólogo, buen conocedor del lugar por vínculos de parentesco, acudieron a la localidad navarra para empaparse de la esencia de esta fiesta ancestral.

Así, reunieron a los jóvenes que se encargan de portar las máscaras y a varios mayores de Unanu para recoger información sobre la fiesta para plasmarla «mediante una recreación; no quería recoger la fiesta en activo», matiza Urretavizcaya. El fotógrafo acompañó al grupo de mamoxarroak en sus andanzas por la localidad y después utilizaron las máscaras para realizar «unos primeros planos de la gente mayor, donde hay esa mirada que esconde la máscara», explica el fotógrafo.

A través de sus cuidadas imágenes, ha buscado mostrar en toda su intensidad una fiesta diferente, peculiar, como ocurre en general con el carnaval rural navarro, y que ha recogido en sus textos el antropólogo Bermejo.

En el trabajo escrito que acompaña a las instantáneas, el estudioso detalla el atuendo de los mamoxarroak, en el que destaca la máscara o katola. Bermejo explica que no están datadas y que «hay quien las remite al siglo XV, por el dibujo un tanto manierista de la barba o los bigotes que ostentan algunas. Otras, de apariencia más tosca y primitiva, semejantes a las neolíticas, podrían remontarse hasta el siglo XIII. Todas son distintas».

En la actualidad se conservan seis, aunque pudieron llegar a ser doce, y se completan con otras más recientes realizadas en otros materiales, como madera o cartón pintado.


Los mamoxarroak, en plena acción y posando para el libro

El antropólogo explica que todos los mamoxarroak visten camiseta y calzoncillos largos de franela blanca que ciñen con un gerriko rojo o negro. Cruzada al pecho llevan una cincha de cuero más delgada. Tanto de ésta como del gerriko penden sendas ristras de cascabeles y campanillas (kaskabilluek ta panpazillek).

Además, cubren sus cabezas «con pañuelos bien apretados, de colores sobrios, se anudan otros al cuello, y finalmente se ajustan con una cuerda esas katolas de metal que subrayan su singularidad».

En origen, calzaban abarcas sobre gruesos calcetines de lana, también blancos, mientras que hoy recurren a las botas de monte o las deportivas.

Uno de ellos, conocido como Boteroa, cargaba a la espalda un pellejo de unos cinco litros de vino para abastecer a sus compañeros.

Estos son los personajes centrales de una fiesta que, como señalan los testimonios de las personas más mayores de Unanu recopilados por Bermejo, se iniciaba en la tarde del domingo –Iyote Igandea– y concluía la del martes –Iyote Asteartea–.

Si duraba dos días, sus protagonistas también se ordenaban en dos efigies: los mamoxorroak txikiek y aundiak. Los primeros, con unas edades comprendidas entre los 15 y los 17 años, y los mayores, los mozos en edad de quintas. Todos hombres solteros, aunque recientemente se admite la incorporación de mujeres.

Junto a ellos, los muttuak, los mudos, que visten floreadas prendas femeninas, también pañuelos al cuello y sobre la cabeza, rematan su atuendo con grandes sombreros de segador –en la actualidad recubiertos de tela–, de los que penden largas cintas de colores en toda su extensión, explica Bermejo.

Además, existía un Rey de la Fiesta, que contaba con una serie de pajes, que eran niños de entre diez y doce años a los que solicitaba ir de casa en casa pidiendo «una limosnita por amor de Dios». La pedían cantando y consistía en pucheros y cazuelas viejas de barro que luego iban rompiendo por las esquinas, añade el antropólogo. Asimismo, durante esa Víspera de la fiesta, cada mozo del pueblo debía acudir a visitar al rey, que estaba en su casa y le imponía embajadas burlescas.

Despertar a la tierra

Según relatan los mayores de la localidad evocando sus recuerdos, los grupos de mamoxorroak salían de la posada a las cinco de la tarde del día que les correspondía por edad. Además de su indumentaria, portaban una vara de avellano de hasta tres metros para golpear el suelo y a las mozas casaderas que se ponían a tiro, en un ritual de fertilidad y de despertar a la naturaleza tras el invierno. Por lo tanto, «las máscaras de Unanu se nos revelan como únicas supervivientes de una cultura milenaria asociada a toda esa simbología que empleaban nuestros antepasados para urgirle a la tierra en su despertar», señala el etnólogo Fernando Hualde en el prólogo del libro de Xibarit.

En ese empeño, hasta se lanzaban al asalto de balcones y zaguanes, como se sigue haciendo en la actualidad.

Por delante de ellos avanzan los muttuak. Como los mamoxorroak, llevan makillas, aunque su misión consiste en descubrir a las ‘víctimas’ de los primeros y señalarles con gestos dónde se encuentran para que puedan fustigarles.

Aunque la tensión sigue presente en el carnaval actual, los ancianos destacan que atrás han quedado los tiempos en los que se sentía auténtico pánico ante ese momento. Se mantienen los nervios de la persecución y de recibir un ‘castigo’ a varazos hasta que se produce una especie de petición de clemencia que podía consistir en besar la vara o incluso las abarcas llenas de barro del mamoxorroa. Otra posibilidad pasaba por que, si se trataba de una moza, se le obligara a beber una cantidad de vino.


Dos personas mayores de Unanu posan con las misteriosas máscaras.

Las jóvenes se encargaban de elaborar desde el domingo las piperopillak, a base de harina, yema, anís y azúcar, que celebrarían el fin del carnaval. La vertiente gastronómica de la fiesta también estaba protagonizada por los mamoxaruak txikiek, que realizaban una última ronda a modo de cuestación, la denominada puska biltzea.

Así, «tras un acordeón y enarbolando una urritza makilla en la que habían atravesado una lukainka o un corte de tocino a modo de señuelo, iban de casa en casa reclamando dádivas en especie que incorporaban a su testigo. Y el resto –panes, huevos, quesos–, lo acomodaban en una cesta. Con todo ello regresaban a la sociedad y procedían a regalarse una opípara cena», detalla Bermejo.

El ritual volvía a repetirse en la segunda jornada, la de los aundiak, y como corolario, «nunca faltaba el baile en la plaza. Es decir, la reconciliación final entre los mamoxarroak y sus víctimas femeninas, con todos sus aditamentos lascivos. No olvidemos que el carnaval se dirimía entre muchachas casaderas y jóvenes en edad de quintas», concluye el antropólogo.

A esta descripción de tan particular fiesta, en el relato del libro se suman otros elementos interesantes, como las posibles conexiones de las máscaras de Unanu con las tradiciones de los jentillak, tan arraigadas en la zona. Historias que salpimentan un trabajo del que se han publicado 500 ejemplares numerados en una edición en tapa dura y «muy cuidada», añade Urretavizcaya.

Una obra especial para un carnaval diferente, con unas máscaras envueltas en un misterio con reminiscencias ancestrales que convierten a esta fiesta en un paradigma antropológico excepcional que sigue cautivando a propios y extraños.

Gara


Un libro recoge el misterio del carnaval de Unanu

Las máscaras de Unanu, un libro publicado por Xibarit en torno al patrimonio inmaterial con textos de Álvaro Bermejo, fotografías de Joseba Urretavizcaya y prólogo de Fernando Hualde. Será a partir de las 18.00 horas en la plaza de la escuela. «Me enteré por terceras personas de que había unas máscaras de hierro, cuyo origen no se sabía pero podía ser en la Edad Media. Me motivó la curiosidad por ahondar en el tema», apunta Urretavizcaya.

Noen vano, el carnaval de Unanu es único, sobre todo por la katola, la máscara que cubre los rostros de mamoxarroak y mutuak, los dueños y señores de este pequeño concejo de Ergoiena durante el carnaval, una fiesta que se repite cada año a los pies del monte Beriain. Así ha sido hasta que ha llegado el coronavirus, un paréntesis en una celebración que supo bandear las prohibiciones del franquismo y siguió aportando algo de color en aquellos años grises.

Durante siglos se han sucedido las carreras para sortear el urritza, la vara de avellano que blanden mamoxarroak y mutuak a los pies de sus víctimas. Distinguirlos es fácil. Mientras los primeros van vestidos de blanco con faja y un cinturón con panpaxilak o cascabeles, los mutuak visten de mujeres y sin eskilak, de ahí que se les llame mudos. Ambos personajes comparten la katola, una máscara de chapa, algunas centenarias. «Son máscaras que muestran creencias; que dan vida a retos ancestrales, a personajes que, ocultando su rostro con ellas, persiguen y fustigan, que buscan rendijas para entrar, que con frecuencia meten miedo en el cuerpo», señala Hualde en el prólogo. «Son máscaras que se alían con el misterio, con el enigma, con la mitología y con el desconocimiento de su origen para sobrecogernos aún más», añade.

Aunque en la actualidad llevan sombreros con grandes alas de las que cuelgan cintas de colores, Bermejo recoge que hasta no hace mucho tiempo, el atuendo se completaba con un gorro cónico rematado en su vértice con unas plumas de gallo, «una réplica subliminal en miniatura del remate de una de las torres de la iglesia de San Saturnino, en Pamplona», en palabras de Hualde. «La cultura cristiana hizo suya esta creencia ancestral de que el gallo, como símbolo de fecundidad, nos despertaba a la vida. Por eso, en la transición de un año al otro la Iglesia celebra la Misa de Gallo», explica. Lo cierto es que estos gorros todavía siguen vigentes en los joaldunak de Ituren y Zubieta.

UNA CELEBRACIÓN LLENA DE SIMBOLISMO

El carnaval está repleto de ritos mágicos para despertar a la naturaleza después de un largo invierno. Es por ello que mamoxarroak y mutuak golpean el suelo con sus varas de avellano, al tiempo que hacen sonar los 12 cascabeles, uno por cada mes del año. Se trata de un ritual relacionado con la purificación y la fertilidad, matar lo viejo para dar vida a lo nuevo. Por ello, las jóvenes y los txikis eran sus víctimas preferidas, aunque estos últimos les desafiaban cantando Mamuxarro xirri, xarro, ser emango dizut, zazpina uzker afarirako, zata begi gorri, urtian behin etorri. La tradición mandaba que la persona atrapada debía arrodillarse y hacer la señal de la cruz, además de besar su rodilla y su vara para continuar libre.

UN LIBRO CON EDICIÓN LIMITADA

Se trata de una edición de lujo limitada a 500 ejemplares, numerados y firmados. A lo largo de sus cien páginas hay medio centenar de fotografías a página completa. Su precio al público es de 33 euros. Se puede adquirir en la web www.xibarit.com y en las librerías Abarzuza, Karrikiri, Ínsula, Walden y Librería de la Estafeta, en Pamplona, y en Hontza, en San Sebastián.

Diario de Noticias