Opinión / Iritzia

Colonizar a través de la lengua

euskara

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Argumentaba uno de los cónsules de Roma que la invasión de otros territorios no debería ser por medios militares, pues provoca en los invadidos reacción de odio que contribuye a su cohesión como pueblo para expulsar a la potencia colonialista. Esa es la razón de que todos los imperios terminaran desapareciendo.

La experiencia muestra que la invasión armada se ha generalizado dando origen al ocaso de imperios como el romano, Grecia, otomano y más tarde el español –»en el que no se ponía el sol»–, Francia, Alemania y modernamente los Estados Unidos y Japón. Salvo Inglaterra, que siempre ha navegado entre dos aguas, ahora ya con la Commonwealth sin contenido. Es la misteriosa China la que parece que ha entendido aquella filosofía del cónsul romano.

Según el cónsul, para perpetuarse había que controlar los elementos que cohesionan a la población, como creencias, costumbres y símbolos, pero hacía especial énfasis en la lengua como elemento esencial para potenciar su idiosincrasia. Había que introducirse en el habla popular del invadido para provocar una ósmosis entre nativos y el invasor y que al conocer la del invadido no provoque rechazo de un elemento esencial como pueblo.

historia española es siempre fuente de sabiduría para evitar repetir sus errores a lo largo de la historia. Ese fue el grave error que emborrachó al Régimen después del triunfo del 36 con maestros persiguiendo y castigando con el «eraztuna» a los niños que lo hablaban.

Los invasores y cipayos no entendieron que la población vasca se volcara en estudiar el vasco y emprendieron la persecución irracional del vasco en trance de desaparición y que se despreciaba como «lengua primitiva apta sólo para la sukaldea o en la akuilu con los animales».

Ahora Madrid quiere poner en práctica ideas de hace 3.000 años, pero las invasiones requieren caudillos agudos y en Euskal Herria no se olvidan aquellos curas que prohibían rezar en vasco o la Guardia Civil que registra la mochila al montañero al que detienen por llevar planos en euskara.

Pero el euskara no está todavía salvado, hay que estudiarlo y hablarlo, aunque se cometan errores, pues el peor es no utilizarlo.

JavierOrcajada del Castillo


Punto de mira desviado

Mikel Sorauren

Mikel Sorauren


España: Monarquía y Democracia. República / Monarquía. Mantra presente para resolver el mar de fondo que convulsiona el status implantado tras la tiranía de Franco. Es muy cierto lo injusto de un individuo ensalzado a la cúspide por razón de nacimiento, sublimado como hipóstasis de la misma Nación y Estado hasta reconocerle la no responsabilidad de sus actos; contradicción del principio básico de la igualdad humana que se pretende armazón del orden social y, en consecuencia, político.

Las correrías de burdel de un campechano, imposibles de ocultar tras la imagen de maniquí de quien le sucede, muestran el despropósito de un modelo con el que se pretende blindar un proyecto de convivencia implementado por quienes persiguen mantener el poder y control de la riqueza colectiva. Es «la España de siempre», sin otra perspectiva que parasitar a quienes se puede dominar, particularmente por los que vienen sucediéndose históricamente en lo alto del sistema social y político; nobles, prelados, espadones y demás en situación de acaparar recursos y el esfuerzo de quien trabaja… ¡Qué importa que los borbones puedan ser golfos o pardillos! Es condición de reyes. La sublimación de su función y persona ha sido y sigue siendo en España el candado que cierra la puerta a toda transformación exigida por los súbditos, lo mismo defiendan estos un reparto de riqueza más ecuánime, que su derecho a no formar parte de un proyecto ¿de convivencia? Que aplasta las aspiraciones de colectividades nacionales con proyectos diferentes.

¿Es el rey el problema?… Franco fue emperador, ascendido como Napoleón; rodeado de la parafernalia ridícula de la dinastía que arrumbó, por el único mérito de haber dirigido el proceso de destrucción de las fuerzas sociales y económicas que amenazaban con mandar a España al basurero de la Historia. Remendó el traje andrajoso y despiezado con que se había revestido aquel Imperio sobre el que€ «No se ponía el Sol» un Imperio incapaz de seguir el ritmo de sus rivales, porque el cambio más liviano implicaba la debacle del sistema social y político; garantía de unas élites que contemplaban con pavor las secuelas de la ineludible transformación, ya operada en sus congéneres y el riesgo de verse desplazados por los subyugados.

¿Bastará con suprimir la monarquía? Pura ilusión. No fue suficiente la desaparición de Franco, quien acostumbraba a responder a quienes le interrogaban por el futuro tras su desaparición€ después de mí, las instituciones€ Más que en estas, el veneno autoritario se encuentra en quienes manejan el poder de facto, los que plantearon el aniquilamiento de los disidentes, alzando a Franco. «El ejército era franquista con anterioridad a Franco» afirmaba uno de sus compañeros. Fue el cirujano de hierro que salvaguardó a España, porque el aniquilamiento de quienes cuestionaban el proyecto de convivencia de España como entidad, salvaguardó el imperio de los grupos sociales que lo venían imponiendo históricamente al conjunto de clases y colectivos nacionales que buscaban sacudírselo. España no es, en definitiva, sino el armazón que constriñe a gentes y comunidades a los intereses de las élites con capacidad de decisión sobre la distribución más ventajosa de la riqueza colectiva.

La monarquía de Franco era la convergencia de la decrépita institución de un Imperio arruinado con los pilares sociales e institucionales, en el esfuerzo por reconstituir la tambaleante estructura político-jurídica del Estado –España–, que garantizaba su status de dominio. Esos poderes fácticos –que se decían–; Iglesia, ejército y oligarquía; ahora más de banqueros y empresarios que de la anticuada aristocracia de propietarios rurales. Juan Carlos fue ofertado como garante de un modelo jurídico-político basado en la libertad ciudadana y poder civil consiguiente, obviando que procedía de una tradición dinástica absolutamente desdeñosa con la primera y que había pisoteado permanentemente el segundo. Fue la€ conditio sine qua non€ de quienes tenían en sus manos el poder transmitido por Franco. ¿Las instituciones? Aceptado con entusiasmo por los republicanos juancarlistas, del PSOE al PC y otros proclamados revolucionarios el día anterior.

Es muy probable que de haber tenido lugar en aquella coyuntura un proceso republicano se hubieran alcanzado soluciones satisfactorias para las amplias aspiraciones colectivas. Reformas de estructuras económicas en las zonas del Estado potencialmente ricas, pero atrasadas, y libertad para las naciones que disponían de su propio proyecto de convivencia. Se optó por la oferta de los franquistas, al considerar conveniente evitar el irritamiento del ejército, a quien era necesario apaciguar, a fin de que terminara por aceptar la democracia ¡Reforma de admiración universal! Sin traumas –decían–. Los sufrieron quienes se resistieron al fraude, quienes sentían que sus ilusiones de justicia y libertad se desvanecían. Finalmente, una nueva Restauración. Franquistas travestidos de demócratas, es cierto, de toda la vida, turno de partidos institucionalizado y ejercicio del poder atendiendo al interés de quien lo detenta. ¡No lo hubiese hecho mejor Cánovas!

La cuestión de fondo

¡Pero ahí está la corrupción! Es el flujo de podredumbre que agita las interioridades del cuerpo del Estado, que se intenta ocultar tras la epidermis límpida y fresca del presunto orden democrático. Es tan denso ese flujo que termina por ensuciar cualquier cobertera y emponzoñar su entorno ¿Dónde radica su vigor? Para entender la profundidad y persistencia de este rasgo de la identidad española –la corrupción–, es obligado examinar la cultura socio-política, los valores que animan a las élites. El poder de facto que permite imponerse en toda circunstancia, pasando por encima de intereses y derechos del adversario. Utilizándolo sin miramientos, como fue norma de nobles y prelados y es pauta de actuación para los jerarcas actuales, monarca, gobernantes, administradores públicos y todo aquel en situación de preminencia en el orden público y privado, porque «usted no sabe con quien esta hablando», expresión esta, reflejo de la arraigada percepción de quien siente capacidad de imponerse.

La monarquía no es el mal, únicamente el síntoma; la clave del arco sustituible que no resuelve la cuestión del acaparamiento de riqueza y poder por parte de una oligarquía con manifestaciones diversas; Iglesia, ejército, banca y gran propiedad€ Junto a ellos la caterva de aspirantes que acechan con mirada corta y sin garantía de éxito, que sienten no pueden aspirar a más. El mal se encuentra en el proyecto mismo. España nacida de la violencia de los fuertes y hoy atada por la connivencia de quienes obtienen provecho de la armadura que oprime a quienes reclaman la libertad. A raíz de la transición que modificó la tiranía de Franco en monarquía constitucional, el establecimiento de una república habría supuesto la recuperación de los resortes del poder por parte de las distintas colectividades inclusas en el Estado; resortes dejados por Franco en manos leales. Habría sido posible un proceso de transformación que exigía el desmantelamiento de las bases socio-económicas afianzadas por la Dictadura. Nos habríamos encontrado en situación similar a la que movió a la vieja oligarquía y sus apoyos armados al golpe de fuerza acaudillado por Franco y los suyos. No consintieron los franquistas hondeando su ejército y se plegaron los republicanos con el discurso de la reconciliación, o quizás por el temor de que un proceso en libertad abocara a la transformación de España en las naciones que reclamaban su reconocimiento. Estos republicanos, con frecuencia autoproclamados juancarlistas, afirmaban la necesaria madurez del proceso. Únicamente ha madurado el bienhacer de los franquistas, carentes de todo pudor a la hora de reafirmar la validez de los planteamientos autoritarios, levemente soterrados bajo la capa dubitativa del orden constitucional actual. ¿En qué confían estos republicanos compulsivos para establecer la república? ¿Piensan que es tan difícil cambiar de rey, o proclamar a un nuevo salvador de la patria?

La República sobre el papel tendría que implantar un orden democrático sin tapujos, para hacer frente a la gravedad de las cuestiones de fondo en la organización social y política impuestas por quienes dominan, apoyados en las estructuras del Estado y ordenamiento jurídico vigente. Cambiar la denominación de este orden no garantiza la transformación institucional, ni el desplazamiento de los oligarcas ¿Renunciarían estos a su poder? Franco afirmaba las instituciones tras él y ¿Tras el rey?… El Estado / España.

Mikel Sorauren