Opinión / Iritzia

Orreaga, Peñalén, Gasteiz, Amaiur…

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Amayur


En la historia del reino vascón de Pamplona-Iruña, luego denominado Navarra, cada uno de los hitos fundamentales que marcan su devenir contiene una simbología entrañable y significativa. Antes de que se inventase el nombre de Navarra en el siglo IX y se generalizase su uso en el XII, ya estábamos aquí los vascones de siempre. La geografía política de Navarra ha evolucionado, como es habitual, de forma que muchos de los reyes de Navarra, estando como están enterrados en sus propios dominios, no se hallan sepultados dentro de lo que es el territorio de la actual provincia.

Pretender encerrar Navarra en el corsé de su actual mapa es querer ignorar la realidad y negar los cambios, que son inherentes, inevitables y esenciales a la historia. Cambios que en muchos casos se han operado mediante la violencia y los complots políticos. Definir a Navarra como una sublimación dimanante del mapa actual, como pretende el navarrismo, constituye además de una frivolidad rancia, un fraude a la inteligencia. Cada vez que oigo eso de que Euskal Herria no existe porque no tiene una estructura institucional, me acuerdo de África tampoco la tiene…

Orreaga-Roncesvalles es el símbolo de la creación del reino vascón a partir, sin duda, de la estructura popular pre-existente, que hizo posible la confrontación con los godos y francos durante los siglos VI, VII y VIII. El reino vascón de Pamplona-Iruña no fue una emanación del espíritu de la reconquista, sino la consecuencia de una conjunción de los adversarios de godos y francos representada por la entente entre los banu-qasi y los enekos. En Orreaga-Roncesvalles fue erigido a principios del siglo XX un monumento a los vascones que defendieron Iruña, el cual fue destruido mediante un atentado. Dicho monumento consistía en un arco de piedra de medio punto con una campana colgando en el cetro. Al cabo de más de 50 años de haber sido volado dicho monumento se erigió el actual por la Diputación Foral de Navarra, pero no en honor de quienes defendieron Iruña, sino de quien la quemó y destruyó; es decir de Roldán, el personaje mítico de la Edad Media.

El último hito de la independencia de Navarra, como estado, está simbolizado por Amaiur. Fue uno de los últimos episodios de la violenta, larga y enconada conquista y anexión de Navarra a la corona de Castilla; como hecho militar, fue subsiguiente a la Batalla de Noain y previo a la rendición de Hondarribia. En honor de sus defensores fue levantado un monolito a principios del siglo XX por la Asociación de Monumentos Históricos y Artísticos de Navarra, presidida entonces por Arturo Kanpion. La colocación de dicho monumento fue objeto de una oposición por parte de personajes como Víctor Pradera y otros. Este monumento también fue destruido mediante un atentado. Pero en este caso la posterior restauración ha respetado el sentido de monumento originario, y, por supuesto, la actual excavación arqueológica y restaurativa están originando la posibilidad de una interpretación racional. No faltan, sin embargo, quienes aún escupen insidias con la alusión de que también había navarros y vascongados en las huestes de los conquistadores de Castilla, como si eso no fuese una constante de todos los conquistadores. Hernan Cortés, Pizarro, Urdiñola y tantos otros, de los que se enorgullecen Casado, Ayuso y compañía, también se aprovecharon de las disputas y opositores de cada territorio conquistado.

El tercer gran hito de la historia del Reino de Navarra es la pérdida de Gasteiz, que simboliza a su vez la pérdida de buena parte de los territorios de la Navarra Marítima, en terminología de Olaizola y Urzainki. El Arrano Beltza, escudo de tres reyes de Navarra, el último de ellos Santxo VII, fue sublimado como símbolo nostálgico de la territorialidad perdida en recuerdo de este episodio. Pero en Vitoria-Gasteiz solamente existen alusiones marginales a su esencial origen navarro. Hay –eso sí– una calle dedicada al mito inventado e inverosímil de la Voluntaria Entrega. Pero no hay calle de Martín Ttipia, último tenente de la ciudad. Hay dos discretas placas de tiempos del alcalde Cuerda que mencionan a las murallas de la plaza fuerte que fue Gasteiz. Pero ni se nombra a Navarra al explicar la construcción de la catedral de Santa María iniciada durante el periodo navarro. Monzon, con quién colaboré en el análisis de la territorialidad, tenía la capacidad de enfatizar y sublimar en materia de símbolos, tal como lo demuestra la popularidad que logró imbuir al Arrano Beltza que tanto propaló. Lástima de una parte de su legado.

He dejado para el final la mención del segundo hito más trascendental de la historia del reino vascón de Pamplona-Iruña, el complot de Peñalén de Funes. Es el que realmente cambió el signo de la historia de Navarra. Se suele obviar su relato como si hubiese sido una mera riña o disputa familiar. Es cierto que los asesinos de Sancho IV el Noble, apodado sarcástica y macabramente después de su muerte como el de Peñalén, fueron sus hermanos Ramón y Ermesinda; pero en realidad se trató de un complot político de Castilla, Aragón y las Taifas de Zaragoza. Hasta entonces Pamplona-Naiara había sido el más poderoso de los reinos cristianos, el que imponía pechas a las taifas musulmanas como Zaragoza, comprometiendo incluso la seguridad por parte de otros reinos. A consecuencia del complot de Peñalén, Pamplona-Naiara implosionó, es decir, explotó desde su interior. Aunque siete decenios después se restauró parcialmente el reino, nunca volvería a recobrar el rango perdido. Fue en Peñalén de Funes que se desgajaron de Pamplona-Iruña el Señorío de Vizcaya, La Rioja y La Bureba. Bilbao y Pamplona-Iruña deberían recordar su originario hermanamiento en el espectacular escenario de aquel regicidio. ¿Qué pasa? Pues que ni al vizcainismo o bizkaitarrismo ni al navarrismo, que son dos caras de la misma moneda, les apetece reconocer el origen navarro del Señorío de Bizkaia creado por Santxo IV el Noble. Él fue el que nombró al primer Señor de Bizkaia, al cual no solo no se menciona, sino que su nombre se oculta con mitos no inocentemente creados, como es el de Jaun Zuria. No hay alusiones al primer señor de Bizkaia, aunque es perfectamente conocido desde el punto de vista histórico.

La cuestión es que en julio de 2020 presentamos en Peñalén de Funes, en un discreto acto, mi libro Nafarroa Euskal epikan. Un par de meses después, sin que conste que fuera como consecuencia de ello, se colocó un pequeño monumento, representando un trono en el sitio en el que supuestamente fue despeñado aquel rey. No consta que la colocación de dicho monolito tuviese nada que ver con el humilde acto cultural mencionado, pero fue el primer monumento colocado en el lugar del regicidio, que, si se nos permite, denominaremos reinocidio. Duró veinticuatro horas. Fue destruido. ¿Quién lo destruyó? Sin duda, los mismos que destruyeron los monumentos originarios de Orreaga y Amaiur. Parece ser que no será reconstruido, porque no es posible instalar visores, puesto que en el Barranco de Rey, que así le llaman, no hay electricidad. Pero el paraje, el paisanaje y las auras de aquel lugar de la historia merecen para muchas y muchos más atención que otros mitos y leyendas.

Patxi Zabaleta 


Donibane Garazi. 1937. Junio

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Así me lo contaron, tal como sucedió: Bingen Ametzaga iba al frente de 500 niños, acompañado por su esposa Mercedes y varios adultos. Venían de la caída de Bilbao, la de los 2.000 bombardeos, desembarcados de un barco y de un tren, arribando exhaustos a la estación de Donibane Garazi. Cargaba consigo, y era pesada mochila, la congoja de no saber cuándo ni dónde iba a terminar el derrotero de sus pasos por las veredas del hambre, la desolación y humillación.

Le preocupaba más que su tragedia personal –despojado de todo bien material y la despedida de sus seres queridos y obligado abandono de su lar natal–, la de los 500 niños a su cargo. Paro ellos la carga era más pesada. Sus padres, apartándolos de tanto mal como el que cabía en Bizkaia, prefirieron enviarlos lejos de si, bajo la custodia del Gobierno Vasco, para que pudieran dormir sin el ruido de las bombas ni temer su estropicio y lograr, en los países de acogida, una alimentación digna. Para salvar la inocencia de su infancia, los tenían que alejar de si.

Era el día bendito de San Juan y transitaban por las calles desiertas de Donibane Garazi, desde la estación a la ciudadela que coronaba la colina Mendiguren, cruzando el estrecho portal de Andra Mari Atea. Cerradas permanecían puertas y ventanas. Los niños que iban en ordenada formación y recitando un rosario, tenían frío, hambre y miedo, pero nadie se apiadaba de ellos. Por recomendación del obispo de Dax, Mons. Matthieu, consiguió el Gobierno Vasco que se les concediera el cobijo de la vieja fortaleza, La Citadell. El pueblo estaba en la planicie, a ambos lados del río Errobi.

Era tiempo de prender las hogueras, reflexionó Ametzaga, festejar al apóstol que daba nombre al pueblo. Pero no ardía ningún fuego esa noche, la más corta del año. Al entrar en la fortaleza, pudo ver su abandonado estado: se caía a pedazos. Las veinte andereños, llegadas días antes, colocaron los catres en los salones que creyeron más acogedores por su posición hacia el sol y habían embutido troncos en las enormes chimeneas en su afán de hacer el lugar habitable. Pero necesitaban urgentemente leche y pan y miel.

Ametzaga se levantó temprano, se adecentó con un pocillo de agua fresca y pidió en su interior ayuda del Cielo, porque del resultado de su acción mañanera dependía el bienestar de 500 niños y de los adultos. Se despidió de su esposa y descendió de la fortaleza, cruzando el puente del foso, en dirección a la casa parroquial. Entró antes en la iglesia donde realizó unos pasos del Viacrucis en euskera y luego, dándose ánimos aunque se sentía en miércoles de Cuaresma, llamó a la puerta parroquial que, para su sorpresa, se abrió. Se enfrentó a un anciano párroco revestido con hábito talar que le preguntó, en un francés hostil, qué cosa quería.

«Comida y amor», respondió Ametzaga y le fue explicando que los 500 niños a su custodia, necesitaban atención alimentaria, sanitaria y emocional. El sacerdote se alzó de hombros y pronunció, casi escupió, la palabra gorriak, pero inesperadamente le invitó a entrar a su despacho y Ametzaga le siguió apesadumbrado. No bastaba a los franquistas ganar la guerra, explosionado Gernika, derivándolos al exilio, sino que les perseguían con la acusación de rojos para hacerles difícil la vivencia en el estado francés.

El despacho del párroco estaba modestamente amueblado y detrás del escritorio de roble, en la pared central, destacaba una ikurriña. Ametzaga, estupefacto, contempló la bandera que ondeó en el espacio de Bizkaia que defendieron durante nueve meses y representaba la identidad no solo de los vascos peninsulares, sino continentales y de los compatriotas diseminados por el mundo americano. Más seguro, contestó a las preguntas del párroco sobre su lucha contra Franco, tan católico él y, al final, Ametzaga, dejando el francés, exclamo en euskera señalando la ikurriña: «Por ella nos han perseguido, hemos sido desplazados de nuestros hogares, que somos indigentes cuando teníamos un país, un hogar y un modio de vivir respetable. Y una ilusión de país hermanado con los seis herrialdes»…

El sacerdote miro la ikurriña que engalanaba su despacho e iluminaba su alma y, de pronto, como Pablo en el camino de Tarso, vio la luz. Se levantó de su sillón, abrió los brazos y estrechó al hombre que le hablaba en su lengua, con modalidad bizkaina. Era un abrazo fraternal demorado por más de quinientos años, exponiendo con amargura la derrota que llevaba en su corazón, trasmitida por sus antepasados, desde la toma a sangre y fuego de Donibane Garazi, en 1512 y 1521, cuando dejó de ser Llave del Reino, pues partieron a Nabarra en dos.

«Gora Euskadi askatuta» –musitó en voz baja el viejo hombre–, estremecido por los avatares de la historia.

Al día siguiente, el médico, el boticario, el dueño de la tienda de abastos, mujeres cargando ropa y sábanas, llegaron al viejo castillo –construido tras la conquista para marcas las líneas divisorias de España y Francia, queriendo anular Nabarra–, otorgando bienvenida a sus compatriotas. Dentro del espectro de aquella nueva guerra, el corazón bascon seguía latiendo. Alguien encendió una hoguera en aquella tardía noche de San Juan y de reencuentro, en el foso de la ciudadela, que sirvió de catarsis para espantar la hostilidad e iluminara la fraternidad de un tiempo nuevo.

Arantzazu Ametzaga