Contaba cantando Homero que Ulises, el fecundo en ardides, ideó la estratagema de construir un caballo gigante, para ofrendarlo a los ciudadanos de la sitiada Troya, quienes pensaron era un gesto amistoso para acabar con los diez años de sitio. Y abrieron las puertas de la ciudad, dejando entrar el caballo tramposo, y regocijados bebieron y bailaron y cantaron en las calles, sintiendo el alivio de la libertad. Pero, a la caída el sol, emergieron los aqueos de las entrañas del artefacto donde permanecían escondidos y tomando la ciudad desguarnecida. Este hecho, registrado en la literatura, milenios atrás, en cierta manera, refleja la de Amaiur, bastión de Nabarra que se mantenía en poder de sus naturales en 1522. En julio de 1512 Nabarra había sufrido una invasión militar, resultando un golpe de estado apoyado en bulas papales y propiciado por Fernando de Aragón. En los en los diez años sucesivos hubo continuos levantamientos por recobrar la independencia, prenda de inmenso valor según Paloteado de Monteagudo, 1894, hasta culminar en la derrota de Noain, junio de 1521. Quedaban libres el valle de Baztan con Amaiur y la marítima Hondarribia.

En la primavera de 1522, tropas castellanas, apoyadas por nabarros beamonteses y mercenarios de Europa, ocupantes de Iruña, comenzaron su andadura militar hacia Amaiur. A toque de corneta y batir de tambor desfilaron los invasores por el corredor de Baztan, saqueando sus pueblos, dejando un reguero de dolor y miseria a su paso. Entretanto, Carlos, heredero de las coronas de Castilla y Aragón, transitaba por Europa, y tenía prevista su llegada a la no tan apaciguada Castilla. Para controlar Nabarra, otorgó perdón a los rebeldes aunque en el listado no se incluía a 400 hombres, entre los que se encontraban los defensores de Amaiur.

Para junio de 1522 tomaron Doneztebe, cortando comunicación con Hondarrabia e impidiendo suministro de hombres, alimentos y provisiones. A principios del aquel verano, tras tres meses de trajín, las tropas invasoras se congregaron frente a Amaiur. Sumaban 10.00 hombres con sus caballerías, numerosos bueyes arrastrando en carretas 16 cañones potentes de facturación moderna, suministros armamentístico y pólvora suficiente para finiquitar la resistencia, que impacientes estaban por reducir Nabarra de norte a sur, de este a oeste. De establecer la frontera pirenaica de una vez por todas entre la península y el continente.

Dirigía la operación el recién nombrado por el rey Carlos, capitán general y virrey de Nabarra, Francisco Zuñiga Avellaneda, tercer conde Miranda, importante cortesano desde los tiempos de Isabel y Fernando, miembro de su Concejo, tratando de cumplir cometido para agradar las exigencias imperiales, que en ello se le iban fortuna y honores. Se enfrentaba a 200 hombres de la guarnición de Amaiur, quienes volvieron a apoyar a su alcalde Belatz, negándose a la rendición. Revisaron sus 4 cañones de defensa, no fiables, aunque si que lo era su determinación a resistir.

Se reunió el virrey con sus asesores, ingenieros militares avezados, y visto que ni una fuerza tan superior de soldados y armas lograban la reducción, barajaron el plan B. Se ponderó la idea de la excavación de túneles que condujeran a los cimientos de la fortaleza, en el afán de dinamitarla desde su base. Se debía entretener distraídos a los sitiados en lucha cuerpo a cuerpo al pie del castillo y mantener el cañoneo de murallas, pero la avanzada real se iba a llevar a cabo en sus cimientos. Los castellanos conocían las tácticas de destrucción propicias para derrumbar Gaztelua porque ellos lo habían reforzado en esos años intermitentes de ocupación. La pólvora que poseían era suficiente para tal objetivo.

Meneses de Bobadilla, experto en esas prácticas en las guerras de Italia, reunió a un grupo de zapadores, quienes protegidos por el continuo bombardeo a las murallas que producía polvo y ruido, se introdujeron bajo tierra a cumplir su cometido a gran velocidad, ya que el virrey quería completar la obra de explosión en un tiempo preciso como lo era el de saludar al rey Carlos, en su arribo peninsular, con la nueva buena de una Nabarra reducida.

Para ese 19 de ese julio del año de desgracia de 1522, una terrible explosión que revolvió las las aguas del Infernuko Erreka de Zugarramurdi y estremeció las campanas de la abadía de Urdazubi, sacudió como un terremoto Nabarra entera. Por el poder de la pólvora, se desprendieron de su argamasa original las piedras de Gaztelua y volaron a gran altura, en medio de un fuego y humos y ruido malditos. Fueron cayendo uno a uno los adoquines de un milenio, convertidos en polvo y ceniza, como lava de un viejo volcán, sobre tierra baskona. Cual lágrimas de mil generaciones.

En la explosión murieron muchos de los nabarros defensores y de los atacantes zapadores que no pudieron escapar a tiempo de la explosión provocada, y otros muchos resultaron heridos, quedando tendidos en aquella hoguera inmensa en la que ardía el penúltimo baluarte Nabarra. El alcalde Belatz, Miguel de Jaso entre otros, dolidos, decidieron la capitulación y fueron llevados reos a Iruña. Belatz y su hijo amanecieron envenenados en su celda. Jaso logró escabullirse, tomando camino a Hondarribia, para defender hasta el final, la independencia de su reino de Nabarra. Nuestro reino.

Arantza Ametzaga