Opinión / Iritzia

A Dios lo que es del pueblo

Las reformas en política se acometen de la misma manera que en las casas. Si quieres hacerla deprisa y derribas todos los muros de una vez, la polvareda alertará a los de afuera y asfixiará a los de adentro. Para no levantar polvo ni sospecha, Aznar llevó a cabo una mínima reforma legal que ha permitido la mayor apropiación de bienes por la Iglesia católica en la Historia de España. Casi nadie se dio cuenta. Y cuando seamos conscientes de lo ocurrido, la casa será otra. Y no será nuestra.

Esta reforma privilegiada a favor de la Iglesia Católica arrancó en 1998 con un Decreto que apenas modificó un artículo del Reglamento Hipotecario para ampliar los bienes inscribibles a los templos de culto. Hasta entonces, no accedían al Registro de la Propiedad por su condición de dominio público, como las calles o las plazas, sin perjuicio del derecho al uso litúrgico donde lo hubiera. Sin embargo, aquella reforma tan pequeña en apariencia escondía una contradesamortización que ridiculiza las de Mendizábal o Madoz, tolerada posteriormente por el gobierno socialista, y desconocida por la opinión pública hasta su denuncia por organizaciones como Europa Laica, o plataformas ciudadanas como la que defiende el patrimonio navarro o las más de 380000 firmas contra la apropiación de la Mezquita-Catedral de Córdoba. El escándalo es de tal magnitud que Gallardón se ha dado prisa para blindar a la jerarquía católica con una amnistía registral que cerrará uno de los paréntesis más siniestros de nuestra Historia. Igual que hiciera Aznar, esta derogación legal se ha hecho en pleno verano. El plazo de alegaciones termina el próximo 10 de septiembre. Y hasta la fecha, ningún partido con representación parlamentaria o sin ella, ha sido capaz de trasladar a la calle las perversas consecuencias que esta apropiación en masa tendrá en el futuro.

La trampa que propició Aznar consistía en la rehabilitación por la Iglesia Católica de dos normas predemocráticas y derogadas por inconstitucionalidad sobrevenida: el art. 206 Ley Hipotecaria que la equipara con una Administración Pública; y el art. 304 Reglamento Hipotecario que considera a los Diocesanos como fedatarios públicos. Gracias a estos privilegios franquistas, los párrocos no han necesitado acreditar título de propiedad alguno para adquirir clandestinamente y por consagración todo tipo de bienes inmuebles, algunos de la trascendencia simbólica y de valor incalculable como la Giralda de Sevilla o la Mezquita-Catedral de Córdoba.

Las dos normas vulneran con descaro el principio de aconfesionalidad del Estado. Ya lo consideraba así la mayoría de los civilistas e hipotecaristas más prestigiosos de España, desde Albaladejo a Roca Sastre, con anterioridad incluso a esta maniobra sibilina de Aznar. Y además existe un precedente de espejo en la Sentencia del Tribunal Constitucional 340/1993 de 16 de noviembre en relación al art. 76.1 de la antigua la Ley de Arrendamientos Urbanos, que al igual que los artículos citados, equiparaba a la Iglesia Católica con “el Estado, la Provincia, el Municipio y las Corporaciones de Derecho Público” eximiéndola del deber de justificar la necesidad de ocupación de los bienes que tuviere dados en arrendamiento. La norma se declaró inconstitucional, derogada y sus efectos nulos de pleno derecho. Es tan burdo que se trata de un privilegio anacrónico e inconstitucional que el Ministro de Justicia se ha apresurado a su derogación, aunque sin efectos retroactivos y concediendo un año de carencia desde su entrada en vigor para que la jerarquía católica pueda seguir inmatriculando impunemente.

Decía Schopennhauer que “la riqueza es como el agua salada: cuanto más se bebe, más sed da”. La jerarquía católica también ha sucumbido a esta sed de riqueza anticristiana y contraria a los postulados del Papa Francisco. No bastando con la apropiación de bienes públicos, su voracidad inmobiliaria les ha llevado a registrar los que pertenecían a sus propias Órdenes religiosas. Sirva de ejemplo la Iglesia de San Pablo en Córdoba. Tras recorrer todas las instancias judiciales, el Tribunal Supremo reconoció en 2011 que la propiedad le correspondía a los claretianos dejando en evidencia la inmoralidad del Obispo. Algo parecido ocurrió cuando el mismo Arzobispo de Sevilla que inmatriculó la Mezquita de Córdoba, hizo lo propio con la Iglesia de la Magdalena, viéndose forzado a rectificar a favor de la Hermandad de la Quinta Angustia. También fue el Arzobispado de Sevilla quien registró en 2009 a su nombre la totalidad y el anexo de la Parroquia de San Lorenzo sin contar con la Hermandad del Gran Poder a quien le corresponde documentalmente la propiedad de la capilla, que a su vez la tiene arrendada desde 1968 a la Hermandad del Dulce Nombre.

El ejercicio abusivo y aberrante de este proceso de apropiación supera todos los reproches éticos y legales cuando es empleado por la jerarquía católica para inscribir como templos de culto bienes que ni siquiera lo son. Además de las miles de capillas, ermitas y similares, sólo en Navarra consta la inmatriculación de centenares de viviendas, cocheras, tierras e incluso de un frontón. Y en sentido contrario, no menos miserable resulta que los templos de culto en ruinas no hayan sido inmatriculados para que de esta forma su restauración corra por cuenta del dinero público. O que se esperen pacientemente a que esto suceda para proceder entonces a su registro. En cualquier caso, debe quedar claro que el uso litúrgico o la consagración no son medios para adquirir la propiedad en nuestro Derecho, tal como constató el Tribunal Supremo en sentencia de 28 de diciembre de 1959.

Intelectuales, partidos políticos, medios de comunicación y la sociedad en general, tienen que tomar conciencia de la brutal trascendencia económica, política e histórica de esta apropiación inmobiliaria por la jerarquía católica. Nadie sabe exactamente la cuantía ni el valor de los bienes registrados valiéndose de estas “inmatriculaciones express”. Hablamos de miles de actos en masa, nulos de pleno derecho, pero incomprensiblemente consentidos por los poderes públicos a quienes les corresponde velar porque se cumpla la Constitución, el único libro sagrado que debería vincularnos a todos. Si su Reino no es de este mundo, poco nos importa que la jerarquía católica incumpla sus propias leyes divinas: “No podéis servir a Dios y a la riqueza” (Lucas, 16,13). Pero como ciudadanos de un Estado aconfesional, indefensos jurídicamente frente a la magnitud de esta apropiación ilegítima, nos indigna que la Iglesia no acate las leyes de los hombres y que encima los poderes públicos se lo consientan. Por esa razón, si los partidos políticos no plantean con urgencia recurso de inconstitucionalidad para restituir la legalidad vulnerada antes de esta amnistía de Gallardón, serán los únicos responsables de no haber estado a la altura de la Historia y de dar a Dios lo que era del Pueblo.

Antonio Manuel es Profesor de Derecho Civil en la Universidad de Córdoba

Orreaga. El valor de la literatura

apunta la mitología de Sumeria, de hace cuatro mil años, que un héroe que realizó grandes hazañas fue condenado por los dioses al infierno, por olvidar contarlas. Era el tiempo en que la invención de la escritura en su forma cuneiforme y estampada en ladrillos, revolucionaba los métodos de comunicación y el traspaso de información de una generación a otra.

Quizá los dioses vascos, esos que Basterretxea recreó en madera lustrosa y sacra para hacerlos visibles a los vascos de nuestro tiempo, Ama Lur, Illargi Amandre, Akerbeltz… castigaron al olvido a los que en el año 778 de nuestra era, lograron infligir una derrota militar al futuro emperador de Europa, Carlos, logrando algo insólito en los anales guerreros: eliminar en la refriega a su Estado mayor, los Doce Pares de Francia. Además, como consecuencia tuvo, la creación de un reino, Nabarra, soberano durante los ocho siglos siguientes. Pero faltaron palabras para consignar los sucedidos.

El prepotente Carlos irrumpió en tierras vasconas, con su ejército de diez mil hombres armados con corazas y abundante caballería, en la primavera de 778. Ocuparon Pamplona, que no era el objetivo, pues Carlos pretendía reducir a Zaragoza, cosa que no logró, y cuyo asedio levantó casi al final del tórrido verano, uniéndose a su ejército sus otros diez mil hombres que deambulaban por el Pirineo oriental. Temeroso de que el mal tiempo entorpeciera el regreso y con un amotinamiento en Aquitania que debía resolver, emprendió la retirada por la misma vía por la que emprendió su invasión. Era el desfiladero de Orreaga el camino más corto de retirada para él y sus veinte mil hombres.

Carlos quemó Iruña en un gesto de desafío antes de iniciar la marcha hacia el despeñadero. Él iba a la cabeza, junto a su turbio obispo Turpín, dejando la retaguardia a Roldán, el sanguinario prefecto de Bretaña, quien en duelo innoble había acabado con la vida de Ximen, señor de las tierras vasconas del sur, en su derrota a Zaragoza. A él embisten en primera lugar los vascones, en lo que hoy llamaríamos estrategia de guerrilla: atacar en combinados ataques sorpresivos, debilitando la moral y causando importantes bajas al ejército adversario, hasta lograr su capitulación.

Sobre las tropas embutidas en el desfiladero, los vascones lanzaron piedras, remataron hombres con sus azkonas, aullando como lobos hambrientos. La intimidación formaba parte del plan urdido por Eneko, su jefe, legítimo señor de aquella tierra que Carlos mancillaba con su afán conquistador. Con esa aspiración que cada hombre de guerra europeo siente por renacer en Alejandro o Julio César.

Tres siglos después, una canción, tan solo una canción de gesta entonada por los juglares vestidos de volantes de colores, adornados de cascabeles, al toque de violas, en los palacios y plazas de Francia, cambió los términos del combate. Entonaron en lengua romance otra versión de los hechos. Su poema está vertido en 4.002 versos decasílabos, recogidos en el manuscrito de Oxford y se cree que los normandos los cantaron en la batalla de Hastings. Fue pionero en la afamada literatura francesa.

Intervienen en La Chanson de Roland los arcángeles, calmando la aflicción de Carlos por su doble delito: la violación de su hermana, su hijo Roldan nacido de ella, y su trajín por tierras ajenas que intentaba hacer suyas para grandeza de su imperio carolingio y señalización de la Marca hispánica, mentando, para seducir con el relato, sucesos milagrosos como el de las lanzas francas que, sobrevolando las murallas de Iruña, florecían en el espacio, convirtiéndose en coloridos instrumentos de guerra que, al penetrar en los cuerpos de los sitiados, provocaban heridas mortales. El desafío en Luzaide, en el bosque de las doncellas, en la retirada vergonzosa de Carlos dejando atrás sus hombres y lanzándose al río Garona a galope, sus súplicas a Santiago cuya aparición milagrosa le animó a la reconquista… compuesto el relato y los relatos que le siguieron, con la vivacidad precisa y preciosa de la Literatura, lograron lo imposible.

El desfiladero pierde su nombre original, Orreaga, y se convierte en Roncesvalles; Roldán se tipifica como un héroe y sabemos de su llamada de auxilio a Carlos, soplando su milagroso olifante, y su prodigiosa espada Durandarte clavada en la roca para que no caer en manos vasconas… aunque hay leyendas que la hacen volar y abrir precipicios en montañas remotas; la traición de Ganelón, que justifica la derrota, y a los vascones convertidos en sarracenos… todo, para que la batalla sea recordada en los manuales de historia como una escaramuza. Nadie habla de Eneko ni de sus hombres, de su retirada silenciosa y del sorprendente hecho de que no quisieron obtener de aquella acción bélica, un mísero botín.

Los vascones olvidaron contar su historia en aquel día del 15 de agosto de 778… y la maldición de los dioses primigenios, sobre todo de Illargi Amandre que debió presidir la noche de la victoria, recayó sobre ellos. Dejaron de ser protagonistas para convertirse en comparsa de una de los más importantes hitos militares de Europa.

Arantzazu Amezaga