Opinión / Iritzia

Cita en Alsasua

jose_mari_esparza

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Josemari Esparza Zabalegi. Lo más inaudito del auto judicial que ha llevado a la cárcel a ocho jóvenes alsasuarras es acusarles de crear un “clima” entre los ciudadanos para evitar que entablen vínculos afectivos con la Guardia Civil. Viene a decir que, si no fuera por los abertzales, los guardias serían miembros de las peñas y sociedades gastronómicas, potearían con cualquier cuadrilla, ligarían con las neskas vestidos de uniforme y vivirían en casas como los demás vecinos y no en ghettos. La cosa sin embargo, no es tan simple.

La llegada de la Guardia Civil al País de los Fueros no pudo ser más desdichada: vino de la mano del centralismo como instrumento de cohesión y control del Estado liberal. Eso le puso desde el primer momento en guerra abierta contra las cuatro provincias y en permanente hostilidad. Ya en 1844, año de su fundación, el Cuerpo reconocía “lo difícil que es llenar el Tercio del 10º distrito con licenciados del País”. El distrito y el país al que se refería no era otro que las cuatro provincias vasconavarras. Mark Kurlansky escribió que desde su fundación, “la Guardia Civil se convirtió, y lo ha continuado siendo, en el factor más irritante en las relaciones entre vascos y españoles”. Hoy día sigue siendo algo extraordinario la presencia de vascos en el Cuerpo: hasta la derecha navarra más españolista, prefiere a sus hijos en la lista del paro que en la Benemérita. En el fondo, los políticos del PSOE o UPN son quienes peor les tratan: los aplauden y jalean por interés, pero luego no van con ellos ni a jugar al mus; jamás les brindan su amistad, ni su txoko, ni su casa. Ajenos al país, encerrados en sus cuarteles y sin integración social, son el paradigma del ocupante.

Resulta peculiar que su fundador, Francisco de Girón y Ezpeleta, naciera en Pamplona, del cruce de un militar acantonado y una indígena euskaldun. “Cuando llegué a Madrid –escribió- no entendía una sola palabra de castellano, y no perdono a mi madre que me dejase olvidar el vascuence, mi lengua nativa, que muy poco me hubiera costado el conservar sabiéndolo muy bien mi madre y toda mi familia materna, pero el deseo de que yo hablase pronto y bien el castellano la llevó a este descuido, si así puede llamarse, que toda mi vida he sentido”. El gorro de charol no llegó a casar con el vascuence.

Su repaso histórico es estremecedor. La defensa del orden central exigió primero la represión de las rebeliones carlistas, multas, destierros, deportaciones. Con la abolición foral, se dedicó a la persecución de los prófugos y del contrabando, consecuencias de la imposición de las quintas y de las nuevas fronteras. No es casualidad que el primer guardia muerto en Navarra fuese en un levantamiento de mozos que no querían sortearse. Fue en Tafalla, en 1846. Su tarea más importante fue la defensa de la nueva propiedad privada, en manos de los ricos liberales tras las forzadas enajenaciones de los bienes comunales. En muchos casos, la Casa Cuartel se construía paredaña a la del propietario, incluso, como en Sartaguda en la Casa del Infantado, con garitas de vigilancia comunes. Los paisanos que pedían tierra fueron cruelmente tratados. Los enfrentamientos del siglo XIX continuaron el siguiente: en 1914 mataron a tres jornaleros en Olite; en 1918 otros cuatro en Miranda. Los ricos, asustados, exigían más y más cuarteles. Una característica se adhiere a la historia del Cuerpo como el gorro de charol: la impunidad.

Con la llegada de la II República arreciaron las voces exigiendo su disolución. Los guardias siguieron disparando y matando paisanos indefensos: Alsasua, Villafranca, Cadreita o Roncal, por citar solamente el caso navarro. No eran abertzales de Alsasua sino ugetistas de la Ribera los que cantaban la jota:

Ya no se llaman civiles
los del gorro atravesado
que se llaman asesinos
del trabajador honrado

Cuando llega el golpe militar de 1936 la Guardia Civil adquiere en Navarra un protagonismo estremecedor. Tres mil fusilados salpican mucha sangre. Pasaron a la leyenda el sargento “Terror” en Lodosa; el brigada “Serafín” en Villafranca; el cabo Escalera en Peralta; el “Sargento” en Mendavia; el comandante de puesto “Rufino” en Buñuel; el “Teniente” en Baztán… Impunidad absoluta.

Donde pudieron, los vascos se quitaron de encima este lastre histórico: nada más ser elegido lehendakari del nuevo Gobierno Vasco, Jose Antonio Aguirre disolvió la Guardia Civil. En un país liberado, no cabía la Benemérita.

Luego, hablar del franquismo fue hablar de la Guardia Civil. Entre los opositores al régimen, el regreso de la democracia no se entendía sin la abolición de ambos. García Lorca nos lo recordaba continuamente. Pero la Transición, como en tantas cosas, no tuvo bemoles. Sólo en tres provincias se consiguió un discreto repliegue a favor de la Ertzantza.

La historia posterior es conocida. Apenas aprobada la nueva Constitución, unos guardias ebrios mataron a dos jóvenes en la sala de fiestas Bordatxo en Doneztebe. Fueron absueltos. La impunidad iniciaba una nueva etapa. El “Terror” de Lodosa se iba a llamar ahora Galindo, Intxaurrondo… En Navarra, tras el asesinato en Tudela de Gladys del Estal, casi un centenar de ayuntamientos democráticos solicitaron su retirada y su sustitución por la Policía Foral. Hasta Víctor Manuel Arbeloa se lo decía: “Señores guardias civiles / dejen en paz sus fusiles”. Luego vino la Foz de Lumbier, Lasa y Zabala, Mikel Zabalza… Todo impune.

Si los vasconavarros fueran consultados directamente en las urnas sobre mantener las Casas Cuartel o sustituirlas por una policía foral, no habría una sola aldea que lo dudase. La permanencia de la Guardia Civil está totalmente ligada a esa ausencia del derecho a decidir. A la falta de respeto democrático. A la falta de soberanía. Fueros, autonomía o nacionalidades fueron, y son, sus principales enemigos. Y especialmente los gobiernos, como el de Navarra, que reclaman esos derechos. La provocación de Alsasua tiene una carga desestabilizadora evidente.

Las alegorías del siglo XIX pintaban a la Guardia Civil como un pulpo, con la cabeza en Madrid y los tentáculos hacia la periferia. El pulpo ha conseguido mantenernos atrapados a España, pero es evidente que no ha logrado ni hacernos españoles ni amar el cefalópodo. Este sábado en Alsasua volverá a demostrarse.


Lumbier y los restos de Sanjurjo

victor_moreno

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Víctor Moreno. Se ha escrito mucho sobre los restos de Sanjurjo «encriptados» en los Caídos. Pocos saben que la culpa de que dichos polvos mortales terminaran inhumados en la catedral en 1939 y, posteriormente, en la cripta, la tuvo el Ayuntamiento navarro de Lumbier. La historia no es justa repartiendo parabienes y laureles, porque, a decir verdad, sin la intervención de Lumbier, ahora mismo no hubiéramos contemplado los alardes dialécticos entre Ayuntamiento, arzobispado y representantes de los familiares del finado. Gracias a ellos, podemos comprobar que el humus nutricio del franquismo, encarnación putrefacta del fascismo, sigue cultivándose en ciertas latitudes y actitudes anticonstitucionales y antidemocráticas.
Al Ayuntamiento de Lumbier ni se le nombra, ni se le reconoce el mérito de haber convencido a la Diputación fascista de aquella época, cuyo vicepresidente era el carlista J. P. Arraiza Baleztena, para que recuperara los huesos del militar pamplonés, el hijo de Justo y de Carlota. Y no era fácil convencer a una Diputación tan derechuza como aquella. La oferta tendría que ser netamente fascista, como la naturaleza ideológica de la institución foral. Tenía que estar a su altura o superarla. Al parecer, la propuesta del Ayuntamiento de Lumbier tocó positivamente el magro facha de Diputación y esta la hizo suya.
La historia fue la siguiente. A finales de junio de 1939, el Ayuntamiento de Lumbier remitiría a los ayuntamientos navarros un oficio en el que les proponía que apoyasen su maravillosa iniciativa. A saber, que «los restos del gran soldado navarro José Sanjurjo Sacanell sean traídos a descansar a Pamplona, salvando así una deuda contraída con tan insigne patriota».
¿Deuda? Por supuesto. Sanjurjo, como reconoce uno de sus biógrafos, el general Esteban Infantes en su libro “General Sanjurjo. Un laureado en el penal del Dueso” (1957), fue el mayor aglutinante en la coordinación de los esfuerzos de Mola en Navarra y en el Norte. Sin Sanjurjo, Pamplona no sería «la cuna del Alzamiento», ni Mola hubiese atemorizado a medio mundo. Y si este se permitió mostrar su costra más sanguinaria, lo fue gracias a Sanjurjo que se lo permitió. Al fin y al cabo, él era el Jefe, por encima del Director, Mola.
Dado su abolengo familiar carlista, Sanjurjo fue quien más hizo por atemperar las reticencias del bloque tradicionalista en sus extensas ramificaciones, pues pensaba que, convencidos los requetés de la necesidad del golpe, la organización de la contrarevolución era pan comido. Según este biógrafo que también era su ayudante personal, Sanjurjo, desde Estoril, dedicaría sus propósitos a encauzar sus actividades en la preparación del golpe. De hecho, disponía de un conocimiento preciso de cómo los rectores falangistas y requetés estaban instruyendo a sus juventudes para dicho fin. Y estamos hablando de 1935.
En el acuerdo final de los requetés tuvo mucho que ver la influencia de Sanjurjo; «La Comunión Tradicionalista se suma con todas sus fuerzas en toda España al Movimiento Militar para la salvación de la Patria, supuesto que el Excmo. Señor General Director acepta como programa de gobierno el que en líneas generales se contiene en la carta dirigida al mismo por el Excmo. Señor general Sanjurjo, de fecha nueve último. Lo que firmamos con la representación que nos compete, Javier de Borbón Parma, Manuel Fal Conde». Los carlistas dirán lo que quieran acerca de cómo se llegó a este acuerdo, pero ese fue.
En cuanto a las relaciones estrechísimas establecidas entre Sanjurjo y Raimundo García, alias Garcilaso, director del Boletín del Cuartel Militar de Burgos, y portavoz de Mola ante el Jefe del golpe, su biógrafo ofrece datos más que fidedignos de las actividades peripatéticas de Garcilaso con los prebostes del carlismo, Rodezno, Martínez de Morentín y Fal Conde. Tratándose de una fuente como ésta, aceptamos su información sin objetar lo más mínimo. Piénsese que estas biografías elevan a categoría de heroicidad lo que con el tiempo serán signos de una monstruosidad rayana en lo criminal. Estaban armando un golpe militar contra un gobierno democrático y elegido por voluntad popular. Y eran militares perjuros, gente que había jurado sus cargos de fidelidad a la II República delante de un crucifijo, una Biblia y la Constitución de 1931. Y con esta gente era con quien decía el Ayuntamiento de Lumbier que Navarra había contraído una deuda.
La Diputación, al comprobar que la idea de Lumbier había calado en el humus craneal de los ayuntamientos, la haría propia. El siguiente acto consistió en convocarlos a una cita en Pamplona con el olifante de la uniformidad colectiva y presenciar la emocionante inhumación de los restos de un militar golpista y perjuro ¡en la Catedral! El texto que Diputación remitió a los ayuntamientos navarros reconocerá que el copyright era del pueblo de Lumbier, quien «lanzó la iniciativa de la idea, llevada a feliz realización, acogida con singular entusiasmo por los demás ayuntamientos, y también por ellos expresan directamente el sentir de los pueblos de Navarra».
¿Y por qué el Ayuntamiento de Lumbier inició esta aventura y no, por ejemplo, el de Pamplona, de donde era Sanjurjo, presidido, además, por un ínclito fascista, Tomás Mata que para estos jumelages de latría se las pintaba solo?
Algunas hipótesis. Primera. Lumbier, junto con Tudela y Pamplona, fueron las poblaciones navarras que durante la contienda serían bombardeadas seriamente por la aviación roja. A finales de setiembre, el día 25, los habitantes de Lumbier contemplarían horrorizados el balance de estas bombas: seis muertos, tres heridos graves y tres leves. El Boletín del Cuartel del Generalísimo afirmaría que los republicanos arrojaron «siete bombas de considerable potencia tanto que en unos segundos se derrumbaron trece casas y graves desperfectos en la iglesia parroquial». Y, nuevamente, a los tres días, se sucedería otro bombardeo. Esta vez con un resultado benévolo: tres mujeres heridas gravemente. Felizmente, después de ser ingresadas en el hospital de Pamplona, volverían a sus casas.
Segunda. José Gómez Itoiz, diputado foral, miembro de la Junta Central Carlista de Guerra y presidente de la inquisitorial Junta Superior de Educación, había sido médico titular de Lumbier durante muchos años. Y asistió a los funerales que se hicieron por los muertos del bombardeo. Tal vez, conversando con las autoridades municipales surgiera la idea de traer a Navarra los restos del militar golpista por no se sabe qué razones suficientes.
En cualquier caso, y esto sería lo más importante, sigue siendo un misterio cuál era la deuda que los de Lumbier, como navarros, tenían contraída con el general golpista. Y averiguar si dicha deuda se satisfizo trayendo sus restos a Pamplona para inhumarlos en la Catedral en octubre de 1939, y trasladarlos a la Cripta, después de que esta se construyera en 1942, resulta todavía más enigmático.

Vistas las cosas a posteriori, parece que la deuda de cierta Navarra y la de los ayuntamientos fascistas, fuera el de Lumbier o el de Villafranca, con los militares golpistas fue clara. Gracias a su colaboración, los militares impusieron una dictadura bárbara y cruel con la que se sintieron identificados. Sin Sanjurjo no hubiera sido posible. Lo que estaría por saber, ahora, cuál es la deuda que Sanjurjo contrajo con los miles de asesinados y sus familiares gracias a su aportación intelectual y estratégica como Jefe del golpe. Quizás, una forma de pagarla haya sido, precisamente, trasladar sus restos al lugar de donde nunca debieron salir.